Capítulo LXII
“Por favor, Carolina, mandáme una respuesta.
Decidíte, no me hagas esperar más. Te quiero”
Es la voz de Ricardo. Varonil y casi imperativa,
pero algo temblorosa.
Carolina se conmueve y vuelve a escuchar el mensaje.
Va hacia el refrigerador con la intención de servirse algo, pero sólo mira el
interior sin detener sus ojos en nada.
Reflexiona: esto no es un caso para digerir sola. Necesitaría un diálogo con
Marta, pero, a falta de esta, se dirige a Juancito.
La vista que tiene cuando su amigo abre la puerta la
hace olvidarse por unos minutos de sus problemas y lanzar una carcajada: el
rostro completamente verde, cubierto con una sustancia obviamente pegajosa. No
hay tiempo ni para el saludo:
_ ¡No te rías! Es una máscara muy efectiva: no te
deja ni una impureza. Un día voy a hacértela. Pero vamos, entrá, entrá.
_ Sí, mejor antes de que te vea algún vecino y
piense que estamos siendo atacados por extraterrestres.
_Bueno, bueno _ comenta él, mientras le ofrece el
sofá _parece que estamos de muy buen humor hoy. ¿Fue productiva la reunión?
Carolina le cuenta todo con lujo de detalles: el
periplo de la gira, el pintoresco café, el viaje de regreso y el mensaje de
Ricardo. Juan la escucha atentamente y guarda sus palabras para el final.
_ ¡Ay! ¡Carolina, Carolina! _ dice juntando las
manos y restregándoselas entre sí._ Vos sabes cómo me traiciona esta _se señala
la lengua _ y me moriría por aconsejarte algo, pero sos vos la que debe tomar
la decisión. Eso va a afectar toda tu vida y nadie más que vos debe ser
responsable de eso.
_ Aunque sea dejáme pensar en voz alta, porque si
sigo analizándolo sola, sin expresarme con el habla, las ideas me van a seguir
dando vueltas en la cabeza y voy a volverme loca.
_ ¿Y quién te dijo que un poco de locura no es buena
en la vida? Bueno . . . si es tan, tan importante para vos . . .
Carolina junta las manos en forma de súplica:
_ ¡Sí, sí, Juancito, please!
_ ¡Ah! ¡Y encima me cargás con palabras gringas!
Carolina simula sollozar como un cachorrito
abandonado y lo conmueve.
_ Está bien, está bien. _ se toca la cara_ total
mientras esto se seca. Pero yo . . . _ hace la mímica de cerrarse la boca con
llave_ ¿De acuerdo?
_ De acuerdo.
La chica se lanza a hacer un balance casi mercantil,
detallista y prolijo: por un lado las virtudes y defectos de un futuro con
Miguel, por otro, los pros y los contras de la relación con Ricardo.
La vida con Miguel estaría llena de luces, viajes y
relaciones importantes, pero tendrían poca privacidad y estaría lejos de sus
personas y ámbitos queridos.
Del otro lado de la línea divisoria está Ricardo:
Ricardo y sus comentarios del acontecer diario del hospital, Ricardo y sus pic-
nics improvisados un día de lluvia en el departamento, Ricardo y su cara de
preocupación por algún paciente . . . pero también está su imagen con otra
mujer y la idea de una vida más sencilla.
Juancito ha escuchado las consideraciones con total
atención y las ha ido sopesando, pero, al contrario de lo que cree Carolina, no
estalla en un modelo de oratoria, sino que cumple lo que había anticipado.
_ Muy loable lo tuyo: la exactitud de una
calculadora científica. Yo no voy a inclinarme ni a un lado ni a otro, como te
prometí. Pero, a todo esto, yo me pregunto: ¿Qué dice el corazón? ¿A quién
amás? Una vez descubierto eso, todo lo demás irá por añadidura. Si decidís eso,
los pros serán más beneficiosos y los contras serán más livianos para
sobrellevar.
Ella se queda en silencio y baja la cabeza.
Regresa a su apartamento y está por sumergirse en la
bañera cuando una sorpresiva ola de cansancio la envuelve. Adjudica el hecho a
la tensión a la que la han tenido sometida sus sentimientos. Lentamente va
vertiendo el contenido color ámbar de una botellita en el agua caliente y un
suave aroma sube como el genio de la lámpara mágica. Cierra los ojos e inspira
y el cansancio va convirtiéndose en un desmayo muscular agradable. Entra en
cálido contacto con el abrazo líquido y se deja mimar, enjabonándose en
caricias. Después de un rato, el relax se va convirtiendo en sueño, así que,
cuando su cabeza empieza a buscar involuntariamente el apoyo de su hombro y el
agua está tibia, sale, se envuelve en la toalla y va hacia su habitación. Allí
el contacto con las sábanas es sumamente agradable y la lleva sin escalas a un
sueño reparador.
Se despierta repentinamente pero sin sobresaltos.
Observa el reloj. Son apenas las cinco de la mañana y una idea destella en su cerebro
y le electriza el cuerpo. Corre las cortinas de su habitación y desliza un
vidrio del ventanal. Pronto amanecerá. La naturaleza entra en el cuarto, empujando
suavemente un sorbo de brisa fresca. A pesar de que nunca ha sido una persona
impulsiva, esta vez se dejar llevar por ese impetuoso golpe de la volunta. Se
viste con ropa confortable y sale a la hora en que los noctámbulos vuelven:
jóvenes bellos y bien vestidos caminan, suben o bajan de los taxis con el
cansancio alegre de otra noche de diversión en la mirada. Carolina los observa
con una sonrisa, se detiene, vuelve a oler la madrugada y para un taxi.
A pesar de haberse levantado tan temprano, está
completamente despabilada, y la confusión que le embotaba la razón tiempo atrás
parece haberla abandonado. Mira por la ventanilla y le parece increíble que la
ciudad que hormiguea día y noche se encuentre ahora en letargo. En dos o tres
horas sabe que volverá al agitado ritmo habitual, pero ahora sus veredas
descansan de los pasos apresurados y los negocios duermen tras las cortinas
metálicas.
El vehículo se detiene. Ella baja y comienza a
caminar por el parque aspirando, siempre aspirando. Aprovecha a hacerlo, pues
sabe que con tal polución no podrá hacerlo más tarde. Si su madre la viera a
tales horas en lugar tan solitario, la alteraría con una reprensión a pesar de
su edad.
Tal es su arrojo que decide sentarse en un banco a
observar los árboles, en uno de los pocos reductos que la ciudad le ha dejado a
la naturaleza.
Los pájaros despojan a las veredas de las migas que
los apresurados ciudadanos han dejado a su paso el día anterior o cantan, estirando
sus alas o arreglando sus plumas. Eso le trae nostalgia a Carolina, de las
épocas en que los trinos salidos del siempreverde del jardín en su casa de
pueblo la despertaban.
Ya son las seis cuando una pareja de ancianos se
deja llevar por su perro lanudo por el césped. El hombre habla y los dos ríen.
¿Cómo puede alguien tener energías para decir algo ingenioso a esa hora?
Seguramente es la manía de la edad: levantarse temprano sin tener obligación.
Está amaneciendo. Quizás sea un día nublado, según
se puede leer en el cielo. Carolina ha dejado el resto de la plaza para
concentrarse en los dos mayores. Están disfrutando de esa tarea tan prosaica
como si fuera una de las primeras salidas de novios. ¿A qué edad se habrán
casado? ¿Tendrán hijos y nietos? ¿O habrán decidido compartir soledades a
avanzada edad?
Deben de
confiar en la buena conducta del can, porque lo sueltan y van a sentarse en el
banco que está junto al de Carolina, que aguza el oído como un niño al que van
a contarle un cuento. En realidad, ella sabe que podrá oír palabras tan como “artriris”, “medicación”, “arritmia”
o “colesterol”. Sin embargo, su sed romántica se ve satisfecha con las frases
sueltas que le llegan:
_ A mí me pareciste guapo desde que te vi, pero no
quise que se me notara el interés.
_ Tú sabías
que eras la más bonita del salón.
_ ¿Más que esa coqueta de Clarivel . . .Clarivel . .
.?
_ Marivel.
_ Como sea. Esa con la que habías ido.
_ ¡Pero de eso hace casi cincuenta años! ¿Y todavía
lo recuerdas?
_ Si tú todavía no has olvidado el nombre . . .
El aire se lleva algunas frases de fingido reproche
y orgullo herido, pero vuelven a oírse las risas.
De repente, el perro se ha alejado mucho, con su
cola batiente y los ojos desorbitados de la excitación, seguramente por la
aventura que significará para él salir de un departamento, y el caballero eleva
la voz:
_ ¡Julio César! ¡Julio César! ¡Aquí, aquí!
Hace un chasquido extraño con la lengua mientras la
mujer se vuelve a Carolina, ya que la muchacha no ha podido evitar la risa al
oír un nombre tan imperial para un animal tan pequeño e inofensivo.
_ Sí, sí _ dice la mujer _ me imagino lo que está
pensando. Pero es que mi marido fue durante muchos años profesor de historia
fanático de la cultura romana.
El perro viene, agitado, hacia su dueño, pero cuando
está a dos metros cambia de idea y va a Carolina, que chasquea los dedos y le
dirige palabras cariñosas como las que se le dicen a un bebé. Se deja acariciar
por la extraña y salta, poniéndole las patas en la falda. La dueña lo regaña:
_ ¡Julio César! No seas atrevido. Deja en paz a la
señorita.
_ No se preocupe, señora. A mí me encantan los
animales. Los perros especialmente. Desde chica siempre hubo alguno en casa.
_ Pero por el acento me parece que su casa no debe
estar muy cerca ¿verdad?
_ No. Soy argentina.
_ ¡Argentina! _ se vuelve a su acompañante _
¡Esteban! La señorita viene de Argentina.
Él le dirige una sonrisa y un saludo con la cabeza.
_ Una hermana de él está radicada en la Argentina,
en Mendoza, y nos envía unas hermosas postales y fotos. Mi sobrino se encarga
de mostrárnoslas, porque esto de internet a nosotros, con casi ochenta años . .
.
Él interviene como picado por una aguja:
_ Aún no los hemos cumplido, mujer, aún no _ y
pierde la vista en el cielo como para interrogarlo: “¿Lloverá hoy?”
_ Discúlpelo _ se excusa ella _ En este matrimonio,
el que oculta los años es él.
Carolina ríe mientras el perro se ha tomado tanta
confianza que ya le está lamiendo el rostro ante la severa mirada de la dueña,
que no hace ninguna observación en voz alta porque sabe que será inútil. Además
ve a la joven muy satisfecha. Muy lejos de rechazarlo, sonríe y le retribuye
rascándole el pecho.
_ ¿Cuántos años llevan de casados?
_ Dos.
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