Otra vez veo a través de mi ventana el cielo gris. Está muy fresca la mañana.
Internémonos en los pensamientos de Miguel y Carolina.
Después de lo sucedido, no será fácil. Aquí van unos cafecitos para disfrutar. Como sugiere la foto, si es en buena compañía, mejor.
Capítulo LX
Miguel vuelve al balcón, para ver
si la frescura de la noche le aclara los pensamientos. Se culpa de un mal
proceder. “¿Y si en la visita de su novio hubo una reconciliación?”, piensa “El
beso la habrá confundido, a pesar de que . . . bueno . . . parece que ella
también lo quería: ¡Se entregó con tanta dulzura! ¿Y qué gané con eso? Sólo
confundirla más. Pero . . .¿y si no lo hacía? Quizás se hubiera ido para no
volver y jamás se hubiese enterado de mis sentimientos.”
Sumido en estos pensamientos,
decide retrasar el viaje a la almohada porque sabe que, una vez allí, no
conciliará el sueño. Así que, en lugar de juntar las cosas de la cena y
dejarlas todas en la cocina para que su empleada se ocupe en la mañana, él
mismo (aunque resulte inusual) lava y guarda la vajilla, desquitando su
confusión con el detergente y la esponja.
Carolina llega a su apartamento y, antes de poner la llave en la
cerradura, apoya la cabeza en la puerta, tratando de ordenar sus pensamientos ya que no le fue posible
hacerlo en el taxi, donde la absorbió la belleza de México iluminado.
Una pregunta sola, acechadora,
categórica, la acosa mientras coloca y aparta la cabeza alternativamente de la puerta: “¿Por qué lo
hice?”
Al contrario de Miguel, ella se
apresura a acostarse. Deja la ropa en un sofá del dormitorio sin siquiera darla
vuelta (cosa extraña en ella), se coloca el camisón, entreabre la ventana para
que la agradable brisa nocturna le llegue a
la cama, y se acuesta. Mientras observa cómo se ondea la cortina de la
ventana que dejó entreabierta, su mente sigue vagando. “¿Entonces ya no amo a
Ricardo? Pero . . . ¿qué futuro me puede esperar con Miguel? ¿Y
si lo que siente es sólo un entusiasmo pasajero? Además, con mundos tan
diferentes . . . Ya no le temo tanto a
esta vorágine del espectáculo, pero empiezo a extrañar mis sencillas
costumbres, mi pueblo pequeño y las relaciones llanas. Es cierto que escribir
las letras y trabajar con Jorge me hizo sentir tan plena como nunca antes me
había sucedido, como si cada una de mis venas hubiera nacido para eso, pero la
fama es efímera. ¿Y si las próximas canciones no me encuentran tan inspirada
como antes? ¿Y si la fama de Miguel se
desvanece en unos años?”
Este monólogo interior la arrastra
por imágenes de su pueblo, de su sobrino, el sabor del beso de Miguel, el
estudio de grabación, su gata, una tarde de lluvia con Ricardo . . . y otra vez
el beso de Miguel. Aunque todas estas cosas habitan su desvelo, ella sabe, en
la profundidad de su corazón, que todo se reduce a un solo cuestionamiento:
¿Ricardo o Miguel?
Con las imágenes de los dos se va
entredurmiendo: la velada de la Cenicienta, una corrida bajo la lluvia con
Ricardo, el confuso beso anterior, el hallazgo de otra mujer en el departamento
de su novio, la mirada de Miguel en la cabina, la despedida en el aeropuerto .
. . Se roza suavemente los labios con el pulgar y un velo de cansancio le
produce un efecto narcótico.
Al día siguiente, caluroso y
soleado, se despierta temprano. Cuando aún sus sentidos no se han despabilado
por completo, duda de lo que ha sucedido la noche anterior: ¿Ha sido un sueño?
La ropa sobre el sillón le enrostra la realidad, así que se levanta apartando
con esfuerzo la confusión que continúa enredándola y se dedica a preparar el
café y las tostadas con la atención que llevaría la preparación de una
complicada fórmula química.
Esta vez no le surge la necesidad
imperiosa de contarle todo a Juan, quizás porque entiende que esta decisión le
toca tomarla a ella y sólo a ella. Ya es una mujer madura, y no puede hacer que
la responsabilidad de sus actos recaiga en otra persona. Pero, por otro lado:
¿cómo ocultárselo a su amigo con quien ha contado siempre? ¿no lo tomaría a
mal?
Quizás por la nostalgia que viene
acuciándola desde tiempo atrás, cuando termina el desayuno no muy abundante
porque aún los nervios siguen alojándosele en el estómago, comienza a escribir
una carta a sus padres. Elige este medio, aunque esté pasado de moda y no sea
tan práctico como el mail, porque sabe que será
más accesible y, sobre todo más cálido para su madre.
Comienza con generalidades sobre
el clima, los lugares bonitos de México y recalca (porque sabe que lo estará
esperando) que se está alimentando bien. Ni se le ocurre mencionar que, entre
las comidas apuradas y su trabajo variado, ha perdido algunos kilos. Eso solo
bastaría para hacer que su madre se apareciera allí en el primer vuelo a
México.
No sabe si comentarle que ha
comenzado a extrañar su país y, especialmente cosas muy cotidianas y simples de
su familia, porque teme ponerla triste. Finalmente, se decide a hacerlo, porque
su corazón nunca ha podido esconderle secretos a su madre. Sólo ella sabe
cuánto le costó “esconder” la verdad de su viaje a México, y, aún así lo hizo,
pero más obligada por circunstancias y personas ajenas que por su propio
convencimiento.
Ella misma sale para llevarla al
correo. Va caminando, para usar el trayecto como ejercicio reflexivo. Juancito
se asombra al no recibir respuesta cuando golpea a su puerta a la hora del
almuerzo para ofrecerle algo simple en su apartamento.
Es que después de ir al correo,
Carolina ha emprendido un paseo que considera necesario para su alma, tan
ajetreada últimamente. Es la primera vez, desde que ha llegado a México, que
sale sola. En cierta forma, disfruta de esa soledad, que le permite ver la
ciudad de otra manera, como un ciudadano común, y no como un turista. Entra en
una cafetería para almorzar. Observa cada persona que ingresa, cada madre que,
interrumpiendo sus compras, entra para darle a sus hijos más ilusión de paseo
que de obligación a las diligencias inevitables. El sol de lleno entrando por
las ventanas, los transeúntes. La caminata le ha abierto el apetito, porque la
ha alejado un poco de los nervios que la han dominado desde la noche anterior,
así que disfruta un delicioso sánguche con un jugo de naranjas.
Cuando termina, decide seguir su
caminata, alimentando su alma con esa experiencia de una soledad no solitaria,
sino nutrida de matices de una tranquilidad que hace tiempo que no habitaba.
Continúa mirando vidrieras y se sienta unos minutos en la plaza. A pesar de que
la ciudad lleva, como todo día laborable, un ajetreo incesante, Carolina ve
todo en cámara lenta.
Finalmente, como le ha ido cayendo
sobre el cuerpo una modorra agradable, decide tomar un taxi, porque ya se ha
alejado mucho.
Al llegar, decide chequear los
mails y encuentra uno de Ricardo: “Te extraño. ¿Qué pasará con nosotros? Por
favor, estoy pendiente de una esperanza.”
Breve, pero suficiente para
ameritar que lo imprima, lo doble prolijamente y lo coloque debajo de la
almohada donde va a dormir una siesta que la reponga del paseo.
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