viernes, 16 de septiembre de 2016

A media mañana, el capítulo LX


Otra vez veo a través de mi ventana el cielo gris. Está muy fresca la mañana. 
Como para sumirse un poco en la melancolía y en la lectura.
 Internémonos en los pensamientos de Miguel y Carolina.
 Después de lo sucedido, no será fácil. Aquí van unos cafecitos para disfrutar. Como sugiere la foto, si es en buena compañía, mejor. 


Capítulo LX

Miguel vuelve al balcón, para ver si la frescura de la noche le aclara los pensamientos. Se culpa de un mal proceder. “¿Y si en la visita de su novio hubo una reconciliación?”, piensa “El beso la habrá confundido, a pesar de que . . . bueno . . . parece que ella también lo quería: ¡Se entregó con tanta dulzura! ¿Y qué gané con eso? Sólo confundirla más. Pero . . .¿y si no lo hacía? Quizás se hubiera ido para no volver y jamás se hubiese enterado de mis sentimientos.”
Sumido en estos pensamientos, decide retrasar el viaje a la almohada porque sabe que, una vez allí, no conciliará el sueño. Así que, en lugar de juntar las cosas de la cena y dejarlas todas en la cocina para que su empleada se ocupe en la mañana, él mismo (aunque resulte inusual) lava y guarda la vajilla, desquitando su confusión con el detergente y la esponja.
Carolina llega a su  apartamento y, antes de poner la llave en la cerradura, apoya la cabeza en la puerta, tratando de ordenar  sus pensamientos ya que no le fue posible hacerlo en el taxi, donde la absorbió la belleza de México iluminado.
Una pregunta sola, acechadora, categórica, la acosa mientras coloca y aparta la cabeza  alternativamente de la puerta: “¿Por qué lo hice?”
Al contrario de Miguel, ella se apresura a acostarse. Deja la ropa en un sofá del dormitorio sin siquiera darla vuelta (cosa extraña en ella), se coloca el camisón, entreabre la ventana para que la agradable brisa nocturna le llegue a  la cama, y se acuesta. Mientras observa cómo se ondea la cortina de la ventana que dejó entreabierta, su mente sigue vagando. “¿Entonces ya no amo a Ricardo? Pero . . . ¿qué futuro me puede esperar con  Miguel? ¿Y  si lo que siente es sólo un entusiasmo pasajero? Además, con mundos tan diferentes . . . Ya no le temo tanto  a esta vorágine del espectáculo, pero empiezo a extrañar mis sencillas costumbres, mi pueblo pequeño y las relaciones llanas. Es cierto que escribir las letras y trabajar con Jorge me hizo sentir tan plena como nunca antes me había sucedido, como si cada una de mis venas hubiera nacido para eso, pero la fama es efímera. ¿Y si las próximas canciones no me encuentran tan inspirada como antes? ¿Y si  la fama de Miguel se desvanece en unos años?”
Este monólogo interior la arrastra por imágenes de su pueblo, de su sobrino, el sabor del beso de Miguel, el estudio de grabación, su gata, una tarde de lluvia con Ricardo . . . y otra vez el beso de Miguel. Aunque todas estas cosas habitan su desvelo, ella sabe, en la profundidad de su corazón, que todo se reduce a un solo cuestionamiento: ¿Ricardo o Miguel?
Con las imágenes de los dos se va entredurmiendo: la velada de la Cenicienta, una corrida bajo la lluvia con Ricardo, el confuso beso anterior, el hallazgo de otra mujer en el departamento de su novio, la mirada de Miguel en la cabina, la despedida en el aeropuerto . . . Se roza suavemente los labios con el pulgar y un velo de cansancio le produce un efecto narcótico.
Al día siguiente, caluroso y soleado, se despierta temprano. Cuando aún sus sentidos no se han despabilado por completo, duda de lo que ha sucedido la noche anterior: ¿Ha sido un sueño? La ropa sobre el sillón le enrostra la realidad, así que se levanta apartando con esfuerzo la confusión que continúa enredándola y se dedica a preparar el café y las tostadas con la atención que llevaría la preparación de una complicada fórmula química.
Esta vez no le surge la necesidad imperiosa de contarle todo a Juan, quizás porque entiende que esta decisión le toca tomarla a ella y sólo a ella. Ya es una mujer madura, y no puede hacer que la responsabilidad de sus actos recaiga en otra persona. Pero, por otro lado: ¿cómo ocultárselo a su amigo con quien ha contado siempre? ¿no lo tomaría a mal?
Quizás por la nostalgia que viene acuciándola desde tiempo atrás, cuando termina el desayuno no muy abundante porque aún los nervios siguen alojándosele en el estómago, comienza a escribir una carta a sus padres. Elige este medio, aunque esté pasado de moda y no sea tan práctico como el mail, porque sabe que será  más accesible y, sobre todo más cálido para su madre.
Comienza con generalidades sobre el clima, los lugares bonitos de México y recalca (porque sabe que lo estará esperando) que se está alimentando bien. Ni se le ocurre mencionar que, entre las comidas apuradas y su trabajo variado, ha perdido algunos kilos. Eso solo bastaría para hacer que su madre se apareciera allí en el primer vuelo a México.
No sabe si comentarle que ha comenzado a extrañar su país y, especialmente cosas muy cotidianas y simples de su familia, porque teme ponerla triste. Finalmente, se decide a hacerlo, porque su corazón nunca ha podido esconderle secretos a su madre. Sólo ella sabe cuánto le costó “esconder” la verdad de su viaje a México, y, aún así lo hizo, pero más obligada por circunstancias y personas ajenas que por su propio convencimiento.
Ella misma sale para llevarla al correo. Va caminando, para usar el trayecto como ejercicio reflexivo. Juancito se asombra al no recibir respuesta cuando golpea a su puerta a la hora del almuerzo para ofrecerle algo simple en su apartamento.
Es que después de ir al correo, Carolina ha emprendido un paseo que considera necesario para su alma, tan ajetreada últimamente. Es la primera vez, desde que ha llegado a México, que sale sola. En cierta forma, disfruta de esa soledad, que le permite ver la ciudad de otra manera, como un ciudadano común, y no como un turista. Entra en una cafetería para almorzar. Observa cada persona que ingresa, cada madre que, interrumpiendo sus compras, entra para darle a sus hijos más ilusión de paseo que de obligación a las diligencias inevitables. El sol de lleno entrando por las ventanas, los transeúntes. La caminata le ha abierto el apetito, porque la ha alejado un poco de los nervios que la han dominado desde la noche anterior, así que disfruta un delicioso sánguche con un jugo de naranjas.
Cuando termina, decide seguir su caminata, alimentando su alma con esa experiencia de una soledad no solitaria, sino nutrida de matices de una tranquilidad que hace tiempo que no habitaba. Continúa mirando vidrieras y se sienta unos minutos en la plaza. A pesar de que la ciudad lleva, como todo día laborable, un ajetreo incesante, Carolina ve todo en cámara lenta.
Finalmente, como le ha ido cayendo sobre el cuerpo una modorra agradable, decide tomar un taxi, porque ya se ha alejado mucho.
Al llegar, decide chequear los mails y encuentra uno de Ricardo: “Te extraño. ¿Qué pasará con nosotros? Por favor, estoy pendiente de una esperanza.”
Breve, pero suficiente para ameritar que lo imprima, lo doble prolijamente y lo coloque debajo de la almohada donde va a dormir una siesta que la reponga del paseo.




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