jueves, 27 de octubre de 2016

¡Volvimos!

                              

¡Hola, amigos del blog!



   Lo prometido es deuda: les dije que volvería y aquí estoy.¿Todavía leyendo la novela o ya la terminaron? ¿Les gustó? Espero sus comentarios. Tienen tiempo hasta el 1 de noviembre, porque ese día, Dios mediante, empezaremos a compartir otro texto:

"Los hombres son de la Tierra, y las mujeres, a veces ... también"


  • No es una novela.
  • No es una obra de teatro.
  • No es un cuento.
  • Mmmmmm.... podría decirse que es un ensayo, pero no muy formal.
  • Es ideal para comentar y debatir. 
Seguramente les recuerda "Los hombres son de Marte y las mujeres, de Venus",pero no se preocupen, no voy a plagiar ¡ja,ja! Imposible superarlo, pero el tema anda por ahí.
¡Los espero! Entramos en la cuenta regresiva. 
(También pueden ver la presentación en mi facebook, a partir de mañana.)

sábado, 15 de octubre de 2016

Capítulos LXIX y ... ¡ LXX !


Aclaración: Este capítulo fue subido días después de ser redactado debido a que no disponía de Internet, por lo tanto, las alusiones a fechas o condiciones climáticas pueden haber variado.

Día soledo en Mar del Plata, desde donde les estoy enviando este capítulo. Escribo frente a la ventana, que me da una hermosa visión del rosal. 




Más allá, también alcanzo a ver la ruta 2.  Poco movimiento: el fin de semana largo ya pasó, así que los turistas ya vinieron y se fueron. Sólo algún rezagado que se tomó un día más está pasando ahora. Yo, para llevar la contra, vine ayer. ¡Ja, ja! No, en realidad, para venir conduciendo más tranquila.

Antes de revisar este capítulo, como hago con todos, fui a la última página, y, para mi sorpresa …¡era el penúltimo!
 Así que, en el próximo cerraremos la historia. Hubiera querido irlos preparando un tiempo antes, pero va así, sin anestesia.


Capítulo LXIX

El sol está en su esplendor a las tres de la tarde y dibuja destellos sobre la piscina. El taxi espera mientras Carolina cierra la puerta y desciende las escaleras exteriores con su equipaje. Mientras el chofer la ayuda a acomodar las maletas en el baúl, da una rápida mirada hacia las reposeras y le perece oír las risas de sus reuniones nocturnas.
_ Al aeropuerto.
El taxista fija su meta y el automóvil comienza a desplazarse. Ella echa el último vistazo al ventanal del que fue durante un tiempo su comedor.
Como recordando un film, algunas imágenes recientes se suceden en su memoria, con las últimas bromas de Juan, que ha prometido visitarla. También se ha propuesto no llorar, pero en el abrazo lo hace. Ambos lo hacen.
Carolina abre la ventanilla con la esperanza de atrapar una bocanada de un aire que no existe y se conforma con aspirar el aroma de la ciudad. Solamente a ella, porque es extranjera y parte, puede ocurrírsele esa osadía en una ciudad tan contaminada.
Minutos más tarde, otro taxi arriba. De él desciende un hombre joven con un pequeño bolso y un colorido oso de peluche que no parece avergonzarlo; al contrario: una enorme sonrisa le aviva los gestos. Paga, sube las escaleras y está a punto de tocar a la puerta pero se detiene. Curiosamente, toma el oso con ambas manos, lo mira a los ojos y después de un profundo suspiro le habla:
_ Si vos no volvés, yo . . . nosotros, nos quedamos.
No muy conforme, coloca el animal de juguete bajo un brazo, resopla, se revuelve el cabello y, esta vez sí, golpea.
Ante el silencio, repite la operación pero nada sucede y la impaciencia lo domina, así que él, bolso y muñeco se dirigen al apartamento de junto. Allí sí se abre la puerta:
_ ¡Ricardo! Pero . . . ¿cómo? ¿No sabés nada?
_ ¡Hola, Juan! _ le da un abrazo que lo deja desorientado_ ¿no sé nada de qué?
_ De Carolina, hombre de Dios.
_ A eso vine. Ya está todo decidido _ empieza a comentar con un entusiasmo tal que Juan no puede contenerlo_ Si tengo que competir con ese galancito, no tengo problema: ella y yo vamos a estar juntos donde sea: acá o allá.
_ Bueno . . . a mí me parece va a ser allá.
_ ¿Cómo?_ pregunta Ricardo, asombrado.
_ No. Entonces no sabés nada.
_ ¡Y dale con que no sé nada! _ se enoja el muchacho.
_ Está bien. Vení que te llevo y te voy explicando en el camino.
Ricardo conserva la expresión de enojo y extrañeza mientras Juan se mira rápidamente en el espejo del corredor su cabello trastornado, trata de remediarlo con dos dedos, toma las llaves de su auto y cierra la puerta.
_ Pero . . .
_ Hacéme caso. Vamos.
Ya han subido al automóvil cuando la puerta del acompañante se abre y sale Ricardo, para recoger rápidamente el muñeco que se ha caído en el camino con tanto apresuramiento.
Ya son las tres y media cuando Miguel mira el reloj. Se ha recostado en una amplia reposera junto a la piscina pero el sol le molesta y no puede conciliar el sueño. Se levanta y, mientras se seca el sudor, piensa en el aire acondicionado de su apartamento. ¿Otro chapuzón o una siesta reparadora en su habitación? Pero una visión se le figura en el agua. ¿Un espejismo, quizás, por el calor? Empieza a tomar forma: no es un rostro completo, sólo una mirada. Son los ojos de Carolina. Su expresión de asombro e ingenuidad, esa que pone cada vez que hay mucha gente o tiene que desplazarse entre desconocidos. La misma que le transforma el rostro cuando una nota musical ilumina una sílaba.
Miguel arroja la toalla sobre la reposera y toma su celular.
_ Sí. El carro, por favor. En diez minutos me cambio y bajo.


¿Qué tal si cerramos este capítulo con imágenes también?
La tarde sigue espléndida.

 
                                                                                                       
         En una confitería frente al mar,                                        
         un pajarito descansa (¿ meditando?)
                                                                   

                                                           
                                                                                                       


                 

       y otros desfachatados
       se atreven a comer miguitas
      que han quedado en las mesas

.












                                 

Llegamos al desenlace

Empezamos este capítulo con otra imagen de Mar del Plata. Imposible distraerse de la belleza de estas flores.






Capítulo LXX


El aeropuerto de México está lleno de gente. Carolina, en la barra del bar, toma con ansias una limonada y apoya el pañuelo en su frente. Mira el pañuelo: tiene una mancha rosa, del mismo tono que su sombra de ojos. En vista de esto decide sacar de su bolso de mano el espejo. Desde luego que esta no es una operación sencilla para una dama, especialmente cuando han restringido el espacio del que puede disponer para llevar sus cosas durante varias horas a un solo bulto. Así aparecen toallas húmedas, billetera, anotador, agenda, bolígrafo, notas sueltas, pinza para el cabello, un saquito de té y, finalmente, el portacosméticos, que es un mundo aparte, donde se encuentra el espejo. Lo que ve reflejado no le agrada, así que guarda todo lo que ha expuesto, apura el resto de limonada y se dirige al tocador. A juzgar por su decisión, más que un toque rápido, lo que su apariencia necesita es un arreglo general.
Frente al espejo del baño de damas, agudiza su ingenio para hacer lo que puede: Peina el cabello y lo levanta con una hebilla, seca su rostro con una toalla de papel, vuelve a colocar sombra donde ha desaparecido y quita el delineador que se ha corrido. El estado de las pestañas es tan dudoso, que prefiere no agregar más rímel: sólo las separa delicadamente. ¿Labial otra vez? Quizás, aunque poco le durará con esa manía de morderse los labios.
Llamada para la sala de espera. ¿Telefonear a la familia antes de partir? No. Mejor como lo ha planeado hasta el momento: que sea una sorpresa. Sólo Marta irá a esperarla.
Dos hombres jóvenes entran apresuradamente.
_ ¿De veras que no sabés el número de vuelo?
_ Ya te dije que no, hombre. ¿Para qué iba a preguntarle si insistió en que no la acompañara?
_ ¿Y la hora? ¿La hora?
_ La misma que te dije veinte veces mientras veníamos para acá.
_ ¿Pero qué hora es ahora? ¿Qué hora es? _ pregunta Ricardo, como interrogando al universo entero_ ¡Ah! _exclama cuando recuerda que tiene reloj en la muñeca izquierda.
_ ¡ No te asustes! _ le previene Juan cuando ve su cara de desesperación_ Vos tenés todavía la hora de Argentina. _ mira el suyo _ falta media hora para que salga el avión.
Ricardo toma fuertemente el oso del brazo para llevarlo flameando en loca carrera hacia no sabe dónde.
Frente a la vidriera de uno de los comercios, Juan se detiene por un segundo y mira con detenimiento. Su compañero, al notar que lo ha dejado atrás, se vuelve.
_ ¿Qué pasa?
Juan mira el juguete que el muchacho lleva colgando y señala la vidriera donde hay uno exactamente igual:
_ ¿Es que . . . ?
_ Sí, sí. Lo compre acá. En el aeropuerto. ¡No pensarás que iba a viajar con este bicho encima! _ se detiene a pensar un segundo _ Pero . . . pero . . . ¿Qué importancia puede tener eso ahora? ¡Vamos!
Y allá van los dos de nuevo en su búsqueda alocada.

    El avión no está aún en la pista.
   Miran en derredor tratando de abarcar panorámicamente la muchedumbre. Pintan en su mente la figura de Carolina para particularizar su búsqueda, pero no obtienen resultados.
Como policías al acecho de un fugitivo, se reparten la tarea.
_ Vos por la derecha y yo por la izquierda _ ordena Juan.
Rápidamente pasa Ricardo por halls y pasillos, sorteando bultos, esquivando pasajeros y saltando maletas.
Echa una mirada a una puerta sin ver que el dibujo es del toillette de damas. Dos segundos después, sale de allí Carolina, ordenándose aún el cabello, como si no estuviera muy satisfecha del último toque. Mira el reloj, ajusta su bolso al hombro y apresura su paso a la sala de espera. Tal es la concentración que la guía hacia su destino que no advierte el desprendimiento de su pasaporte que cae al suelo. Varios pies van arrastrando el documento por el hall, hasta que una mujer repara en él, lo levanta y lo abre. Mientras lee, un caballero roza su brazo y trastorna el equilibrio de su bolso de mano, así que le pide disculpas antes de continuar su raudo e irreflexivo recorrido. Es Miguel, que, agitado por la urgencia de su corazón, se ha lanzado en pos del objeto de su felicidad.
Mientras tanto, Carolina ha llegado al check-in. Coloca sobre el mostrador el pasaje y escarba en busca del pasaporte, pero no lo halla. Se aparta para que el siguiente pasajero no pierda tiempo y busca con más detenimiento. Como su tarea es infructuosa, comienza a desandar sus pasos hacia el baño con la esperanza de un indicio.
La mujer con el pasaporte extraviado, ha llegado al check-in y conversa con el empleado, que se dirige al altavoz y llama a la dueña:
_ Sra. Carolina Duprat, por favor, . . .
Desde distintos puntos del hall, Juan, Ricardo, Miguel y Carolina oyen. Los tres apresuran el paso.
 Un niño que va caminando con cara de desconcierto, se abraza a las piernas de Carolina e interrumpe sus pensamientos y su andar, y le arranca una sonrisa con su vocecita:
_ ¡Mamy, mamy!
Ella se agacha y lo toma por los bracitos:
_ No, lindo, yo no soy tu mamy, pero vamos a buscarla, ¿sí? _ le dice con el tono más tranquilizador posible.
Alza la vista y ve una mujer que se acerca con paso apresurado y gesto de preocupación:
_ Thanks God! _ exclama la madre con un suspiro.
Carolina y ella ríen, comprendiendo, aun sin palabras, la confusión. Mientras las dos acarician al niño (una con mezcla de alivio y reprensión, la otra con simpatía de prestada maternidad), pasa Juan a sus espaldas, sin advertirlas.
Juan y Miguel llegan al mostrador y se tropiezan al querer interrogar al empleado:
_ ¿Qué haces aquí? _ se preguntan a la vez.
_ Busco a  . . ._ dice Miguel.
_ Carolina . . ._ termina Juan.
A metros de allí, Ricardo se detiene porque ha distinguido a regular distancia, los rizos indomables de Carolina. Mira por entre los hombros de la gente, hasta que alcanza a divisarla en toda su figura, que se le hace como una película en cámara lenta. Visiblemente desorientada, pregunta a una señora a dónde debe dirigirse. Molesta consigo misma por su distracción, aprieta los labios, se ajusta por décima vez el bolso y se dispone a retomar su marcha, dando una profunda inspiración, como si fuera una caminata de varios días en el desierto.
Como si fuera necesario, este panorama le justifica a Ricardo cada uno de los kilómetros de viaje, cada dolor de ausencia, cada prueba dedistancia. Esa es “su” Carolina, aquella con la que ya había soñado una vida entera, aquella de la cual no podía prescindir al figurarse el más mínimo paso de su futuro.
Cuando se dispone a continuar, ella también lo ve. La sorpresa la deja estática al principio, y cuando puede dominar nuevamente su motricidad, se dirige con lentitud hacia él. Sonríe al principio; luego empieza a hacer los graciosos “pucheros” que Ricardo conoce y ama.
Cuando llegan frente a frente, unas lágrimas están rodando ya por las mejillas de ella, y cientos de caricias se han preparado para salir de las manos de él.
Esperando que la respuesta la sorprenda, la chica se aventura:
_ ¿Por qué viniste?
Estallan en Ricardo todas las alegrías que imagina a su lado, todas las angustias de las noches que sucedieron a su disgusto, todos los celos que lo atormentaron al imaginarla con Miguel, los silencios del teléfono, la soledad de su andar por la ciudad sin ella y el tormento de su despecho. No quiere . . . no puede expresarlo en palabras, y la atrae hacia él con dulzura, pero con firmeza, para darle a entender que ya no la dejará apartarse nunca más.
Ella afirma sus brazos sobre los hombros de él, y, con la voz entrecortada, vuelve a preguntar:
_ ¿Por qué viniste?
Ricardo ahoga la pregunta con un beso prolongado.
Juan y Miguel vienen caminando. El cantante ve la escena de la pareja y detiene a Juan tomándolo del brazo. Recibe a conciencia una herida que no le deja planear ninguna estrategia. Mira atentamente buscando alguna señal de rechazo en ella, pero, aunque trata de ser optimista, es suficientemente hombre como para saberse derrotado. Derrotado, no por otro hombre, sino por un sentimiento que conoce hace muy poco tiempo, y que sabe poderoso, más poderoso que todas las seguridades que él puede ofrecer.
Cuando Ricardo separa sus labios de Carolina, ella, con dulce terquedad, intenta por tercera vez . . .
_ ¿Por qué . . .?
No puede terminar, y él, como sabe la causa de su duda y sus certezas, le responde_
_ Dame tiempo. Me va a tomar toda la vida responderte.


                                 Fin


Así llegamos al final. En realidad, de una pequeña parte de la vida de Carolina. Porque para ella y para Ricardo,se encadena un principio. ¿Lo veían venir así? ¿Se habían imaginado otro?
Espero que, a pesar de que muchas veces los dejé en suspenso, lo hayan disfrutado.
Para mí fue una nueva y hermosa experiencia. Recuerdo abrir la computadora
(a veces en el escritorio, a veces en el sofá del living, otras en la cama) y esperar la conexión mientras mis ojos buscaban la ventana (vicio incurable para mí) para que el cielo azul o gris, matutino, o vespertino inundara mi corazón antes de conversar con ustedes. Sí, porque nunca sentí que solamente tipeaba en una máquina. Yo “hablaba” con ustedes. Por eso contaba algún acontecimiento de mi vida, les describía mi jardín, sugería un lugar para leer, hacía una referencia meteorológica o les invitaba a prepararse cafecito o algo de comer.
No estaba sola. Me los imaginaba del otro lado, en su rinconcito preferido, soñando la historia que yo había soñado hacía unos años y les iba entregando.
No estoy triste, porque, si les gusta la propuesta, seguiremos en contacto.
El mes que viene, Dios mediante, comenzaré a subir otro material. No es una novela, ni un cuento, ni una obra de teatro. Les doy una puntita del ovillo: tiene que ver con las diferencias entre hombres y mujeres. Pero no las científicas, ni las psicológicas. Me gustan las cotidianas, a veces cómicas, a veces no tanto, que pueden habernos sucedido a cualquiera. No digo más por no romper el misterio. Ojalá me sigan. Me encantaría.
¡Gracias,  y ...


¡Hasta pronto!

                                        
                                                                                   Teresita

martes, 4 de octubre de 2016

En el día de San Francisco de Asís, patrono de la ecología, entramos al capítulo LXVIII


  Me imagino al "Poberello de Asís" observando esta avecilla y alabando a Dios por haberla creado.Su "hermano pájaro" mientras se va escondiendo el "hermano sol". Aún los que no creen en Dios: ¿no sentirán paz al observar estas criaturas frágiles, o ese cielo que recibe y despide astros, todos los días?


Capítulo LXVIII

Entran a un dormitorio de muebles antiguos de roble. A la cabecera de la cama, como a la vieja usanza, el cuadro de casamiento.
_ Como verás _ dice doña Teca anticipándose al juicio de la chica _ todo viejo. Y no es que no haya tenido oportunidad de cambiarlo. No teníamos clientes ricos: más que nada, músicos y poetas muertos de hambre, pero así y todo, gracias a la Virgencita de Guadalupe, una vez que el negocio se estableció, no nos faltó nada. Claro que mi viejo y yo fuimos siempre de gustos muy sencillos. Es que estas paredes y estos muebles eran como nosotros: viejos, pero fuertes. Deshacernos de ellos hubiera sido como desprenderse de los amigos que nos han acompañado en las malas. Como decirles: “Ahora ya no te necesito, ya cumpliste tu función”. Y una vez que quedé sola, todos me decían “¡Pero Teca, ahora hay cosas mucho más modernas, más funcionales! ¿A qué quieres tú esa cama enorme que sólo molesta para limpiar?” Y ahí fui yo, a ver cosas “modernas”: colores alegres, materiales nuevos en unas decoraciones rarísimas. Cuando volvía, miraba estos viejos trastes y por cada uno recordaba una anécdota. Hasta que una mañana, limpiando el espejo vi mi cara reflejada y me quedé mirando cada arruga bien ganada y pensé: “Este cuarto es como tu historia, Teca: sin lujos, pero con mucho camino andado. ¡Al diablo con lo que digan los demás! ¿Desde cuándo te interesa?“
Mientras dice esto, revuelve un cajón de la cómoda. Se le interponen tules amarillentos y encajes que podrían contar historias de noches alegres. Finalmente, saca lo que quiere: un cuadro con el vidrio rajado. Es el retrato en blanco (aproximándose al amarillo) y negro donde una bella joven morena sonríe. La piel tersa también es morena, pero no del todo oscura. La sonrisa no sólo está en la boca: ilumina todo su rostro. Ríe también con los ojos y en su mirada destellan los rasgos de su carácter. Es un desafío al futuro, al mundo, a la vida misma.
Esos destellos, ese entusiasmo vital . . . Carolina sabe que los ha visto en alguien más. Cuando  se vuelve hacia Teca y escucha  su pregunta.
_ ¿A que no adivinas quién es?
Carolina no articula palabra, pero mira a la mujer y toma el objeto que esta le tiende con una sonrisa.
_ Guapa, ¿eh?
_ Bellísima _ rectifica  la chica mientras Teca ríe.
 _ Allí no se alcanza a apreciar, pero . . . ¡si hubieras visto qué cuerpo, hija! ¡Una sílfis!_ Carolina sobrentiende que es una referencia a las “sílfides”, en un arranque mitológico de doña T      eca que lo habrá oído quién sabe dónde y, pareciéndole acertado para describir las proporciones de su figura, lo adoptó sin preocuparse mucho por su origen ni su correcto vocabulario _ Hasta que  los tacos y las tortillas comenzaron a notarse _ explica señalando su  prominente porte actual.
Como imagina que la muchacha se estará preguntando el porqué de esta excursión en el túnel del tiempo, la mujer no demora más su historia:
_ No había cumplido aún los veinte años, cuando mi madre me llevó para que me tomaran esta fotografía. El fotógrafo, antiguo amigo de mi padre, solía trabajar con modelos. Así tomó contacto con un norteamericano que trabajaba en Los Ángeles. El hombre andaba en busca de caras nuevas y  quiso ver las imágenes captadas. Entre ellas, estaba la mía. Así fue como el fotógrafo me buscó, y el gringo quiso verme. Me hizo tomar otras fotos, según las indicaciones que me daba. Pasaron tres semanas y yo ya me había olvidado de esto casi cuando conocí al que sería mi marido.
_ ¿Y? _ pregunta, ansiosa Carolina, como siguiendo el argumento de una telenovela.
_ Entonces reapareció el yanqui con toda una propuesta: que si me iba con él posaría para fotonovelas y haría una carrera, y quizás hasta lograría actuar en “jóligu”.
No necesita que Carolina la espolee con preguntas, porque la expresión en su rostro es una tácita invitación a continuar.
_ Mi madre puso el grito en el cielo. En esa época, una señorita decente, marcharse lejos con un hombre, a correr Dios sabe qué suertes . . .
_ Y eso la detuvo.
_ No, hija, no. Yo era muy independiente para la época, y el trabajo temprano me había madurado antes que a las demás jóvenes. Era obediente, quizás para no darle dolores de cabeza a una madre viuda con muchos hijos que criar pero ya no tomaba la palabra de los mayores como salidas de los Evangelios.
Por lo que conocía de Teca, Carolina ya vislumbra el final de la historia, pero lo que la intriga es el cómo de ese desenlace.
_ ¿Pero . . . entonces . . . ?
_ No  fue el miedo  lo que se interpuso. Fue el amor.
_ ¿El amor?
_ Sí _ se vuelve al cuadro de casamiento cuando continúa con la explicación _ Ya me habían flechado, y no podía . . . no pude alejarme de México nunca más.
Carolina se emociona, pero no puede reprimir una pregunta más racional que romántica.
_ ¿Y nunca . . .?
_ ¿Si nunca me arrepentí? No, nunca. A veces, no puedo negártelo, mientras fregaba ollas grasosas o ayudaba a mi marido a construir este lugar, me preguntaba qué hubiese sido de mí si . . . Tal vez joyas hermosas sobre una piel lisa en lugar de estas manos callosas. Pero a la noche, tomando con mi esposo joven y apuesto una cerveza en este patio bañado por la luna, o protegida con sus brazos de una ráfaga de frío . . . ahí comprendía que este era mi lugar.
     Por alguna razón, más allá de la diferencia de origen, de época, de cultura y de edad, ambas sabían que esa anécdota las unía en algún punto.
    El café se va vaciando pero la luz del dormitorio sigue encendida hasta muy tarde. Confidencia va, confidencia viene, brotan risas y palabras que llegan al patio casi hasta la medianoche.



lunes, 3 de octubre de 2016

Por una escalerita al capítulo LXVII


¿Les gustaría imaginarse que están leyendo este capítulo sentados en esta escalerita, aspirando el aroma de esas flores? Quizás, imaginando... 


Capítulo LXVII

Carolina es absorbida por el atardecer de la ciudad al salir del apartamento de Miguel. Está a punto de llamar un taxi, pero se detiene en mitad del movimiento de elevación de su brazo y observa la calzada llena de gente que regresa del trabajo o sale a disfrutar de sus horas libres, y decide fundirse con ella.
Va mirando escaparates: transparentes blusas, vaporosas polleras, sedosos vestidos . . . pero no ve. No ve porque su pensamiento se ha quedado atrapado en la escena que acaba de vivir: su conversación con Miguel.
Años atrás había visto por televisión o en carteles callejeros la imagen del cantante de visita en Argentina. Sabía de estadios llenos de fanáticas que llevaban remeras con su rostro estampado y había oído en una que otra tienda de música algunos de sus temas. ¿Quién hubiera dicho entonces que iba a estar con él, en su mismísimo apartamento, hablando seriamente y que lo iba a dejar triste?
Todos los momentos vividos con él desde la llegada a México habían surgido en la conversación. Mucha intensidad para tanta brevedad. La magia y la belleza de una estrella fugaz. Esas experiencias que se nos cruzan en la vida y no dejan que vuelva a ser la misma nunca más.
Los labios apretados de él, la sonrisa cruzada por una lágrima de ella y muchas frases atropelladas por la urgencia de expresar sentimientos que desbordan.
“Pero . . . ¿estás segura?” era la pregunta que resuena con la masculinidad de la voz de él en sus oídos. “Podríamos ser muy felices: gente nueva e interesante, lugares hermosísimos…”
Cruza la calle y nota la monotonía en los movimientos de los demás peatones, para quienes es una jornada más, en la misma ciudad, en la misma costumbre de regresar, cansados, al hogar. Obnubilados por la rutina, no pueden apreciar el tono rojizo que ha tomado el cielo ni la brisa que acecha en cada bocacalle.
La calidez de un brazo sobre los hombros y la imagen de un beso de despedida: largo, suave, que no da lugar a la culpa, pero estruja el corazón. Y más aún lo horadan las últimas y desesperadas palabras: “Pero yo . . .yo . . . te amo, Carolina”.
La repuesta emocionada, ya desde la puerta: “Lo sé.”
 Tan perdida está su mente, que ha hecho extraviarse también a sus pies. El camino que ha tomado no es el que va a su apartamento: en lugar de eso, está cerca de la empresa. Decide hacer caso a su subconsciente y dejar que la siga orientando, así que en pocos minutos está en el ascensor.
_ ¡Señorita! _ exclama la secretaria, que es la única que se ha quedado trabajando.
_ Ya le dije que me llame Carolina.
Turbada en su interrumpida soledad, la empleada trata de justificarse.
_ Yo estaba ordenando unos papeles porque sé que a los señores _ refiriéndose a Miguel y a Walter _ no les gustan nada los arreglos de último momento . . . y se aproxima la fecha de la gira y . . .
_ No se justifique, es su trabajo. En realidad soy yo la que está sobrando. ¿Le molesta si paso?
_No, no, para nada. Pero lo único que está abierto es el estudio. Si desea ir a otro lugar, le doy la llave, señorita . . . bueno: Carolina.
_ No se preocupe, yo me arreglo sola. Siga con lo suyo como si no estuviera.
Delia la observa, extrañada, mientras comienza a recorrer el pasillo hacia el estudio, pensando qué la traerá a un lugar vacío a esa hora, pero vuelve a su tarea.
Y ahí está Carolina, observando el lugar al que le había dedicado tantas horas. De repente, no lo ve mudo e inmóvil como está en realidad. Su imaginación lo puebla de músicos en medio de los cuales se observa ella misma, mirando atentamente una hoja y escuchando recomendaciones de Jorge Díaz. Se ve sirviendo café y distingue con el rabillo del ojo la mirada siempre atenta de Miguel, una mirada cuya causa ahora interpreta, pero entonces no sospechaba. Carolina sonríe, como quien mira las fotos de un viaje ya realizado y revive en cada imagen una anécdota, descubriendo cosas nuevas cada vez.
Suspira y se dirige al ventanal que es un portal a la ciudad. Ya se han encendido las luces y han aparecido las primeras estrellas. No sabe qué impulso la ha llevado hasta allí, pero se felicita por haberlo seguido. “Todo sería más sencillo si siguiéramos simplemente nuestros instintos”, piensa. Pero su costado reflexivo no se deja vencer tan fácilmente y le advierte: “Pero hay que estar preparado para las consecuencias”.
Las estrellas la llaman otra vez, pero la llaman afuera, al cielo abierto, así que, echando una mirada previsiblemente nostálgica, se va.
Media hora después, un taxi la lleva a una construcción típica, a un conocido sendero rojizo y una voz animada le da la bienvenida:
_ ¡Señorita Carolina! ¿Sola…?
_ ¡Doña Teca! ¿Se acuerda de mi nombre? Con tanta gente que viene por acá . . .
_ ¡Ja, ja, ja! _ ríe la mujer mostrando sus dientes de teclas enceradas de piano_ De los amigos se recuerdan pelos y señales desde el primer día.
_ Muchas gracias por considerarme así.
_ Se nota que eres una criatura adorable, hija _ le dice Teca tomándole cariñosamente la mano entre las suyas.
Es una mujer de poca instrucción escolarizada, pero de vida muy bien vivida, de esa en la que se aprende a leer más eficazmente la mirada que las palabras, así que resuelve no insistir en la falta de compañía.
El local está casi lleno.
_Bueno, como verás, no tengo mucho para ofrecerte, pero de lo que hay, lo que quieras.
_ Por allá _ señala Carolina, ubicando un rincón cerca de una ventana, desde donde se puede observar estratégicamente todo el interior sin perderse el fresco aire del exterior.
Ella misma se explica para no ser descortés con quien la atiende tan cálidamente:
_ Las mujeres podemos pasarla muy bien solas sin necesitar de ellos, ¿verdad?
Teca le sigue el tono desenfadado palmeándola:
_ ¡Por supuesto, mi amor, por supuesto! Y si no, mírame a mí, que en tantos años de viudez no he necesitado quien me rasque la espalda. Me he bastado sola para criar a mi hija y salir adelante con el negocio sin necesidad de hombre.
_ Y lo guapa que se la ve!
La acompaña a la mesa y, una vez ubicada, sigue la conversación:
_ En cambio “ellos” . . . No está frío el cadáver de la pobre mujer cuando ya meten otra doña en la casa. No saben arreglarse solos, para nada.
Carolina ríe en una tácita complicidad.
_ ¿Y qué vas a querer? ¿Algo para cenar o simplemente para beber?
_ Unos huevos rancheros.
_ ¿Huevos rancheros? ¿A esta hora? ¡Pues aquí eso se desayuna!
_ Ya lo sé, doña Teca, pero no sé por qué se me antojan ahora. A lo mejor porque no sé cuándo voy a comerlos de nuevo.
_ ¿Qué dices, hija?
_ Nada, no me haga caso _ le contesta la muchacha, que no tiene ganas de hacer confesiones.
_ Pues . . . está bien: darle al estómago lo que pide sin importar la hora. Así he hecho yo. Y eso que muchos me decían que me iba a enfermar de qué sé yo cuántas cosas. Y esa moda de las cosas “lái”, que no me gustan nada. Y aquí me ves: fuerte como un toro. ¡Ja, ja, ja!
Carolina la mira partir: ese cuerpo desproporcionado de caderas prominentes va de un lado a otro a fuerza de dejar caer semejante peso alternativamente en una pierna y luego en la otra. Quizás el fruto de haber trabajado mucho en la vida,  y también de haberse dado unos cuantos gustos sencillos pero abundantes.
Luego echa un vistazo al lugar, animado y familiar, con el olor que surge de la mezcla del cigarrillo y la comida. Cuando la hija de Teca le ha servido el pedido, Carolina desvía la mirada al verdor del jardín, perdiendo nuevamente el pensamiento.
Doña Teca observa que los huevos se están enfriando, y si hay algo que detesta es que su comida se arruine. Pero también sabe que el comensal que llega muy hambriento y luego se pone a revolver la comida o a diseminarla en el plato como buscando algo, tiene algún problema. En caso de que ni siquiera mire el contenido del plato o tome los cubiertos, suele suceder que esté enfrascado en la conversación (en su mayoría son mujeres) o que sus pensamientos estén muy alejados de allí. Con esta filosofía que no le viene de los libros, sino de la vida misma, decide abordar a la joven, así que le hace una seña a su ayudante para que se ocupe de los siguientes pedidos. Va a interrumpir los pensamientos errabundos con mucho tacto.
_ ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en México?
_ No mucho más, doña Teca, no mucho.
_ Miguelito y el señor Walter van a extrañarte.
Recién en ese momento, Carolina vuelve como de un sueño, pero no le responde con palabras: sólo la mira. El lenguaje silencioso no tiene secretos para doña Teca.
_ Pero los amigos de tu pueblo también deben de extrañarte, ¿no?
Carolina asiente con la cabeza. Unas lágrimas se asoman a sus ojos pero ella las reprime.
Doña Teca no ha alcanzado una escolaridad muy avanzada: la vida la había lanzado al mundo del trabajo desde muy pequeña, pero en lo que se refiere al misterio de las tribulaciones humanas, muy pocas escapan a su buen sentido. Así, aunque no sabe exactamente qué madeja de situaciones tiene atrapada a la muchacha, se guía por su instinto y le pide que la acompañe.
Carolina se deja llevar: pasan por entre las mesas, llegan a la cocina y siguen hasta un patio. Lo rodea una edificación con varias arcadas de tipo colonial y sendas puertas altas y antiguas. Se paran frente a una de ellas y doña Teca, extrayendo una llave del bolsillo de su delantal, abre.