miércoles, 21 de septiembre de 2016

¡Feliz primavera! Viene con el capítulo LXIII



¡Feliz día también para todos los estudiantes!
 

Así está nuestro jardín.  





 



Feliz día mundial de la Paz. Trabajemos todos por ella



Capítulo LXIII

Carolina se sorprende, pero no puede retrucarle con el cincuenta de la conversación anterior porque sería delatarse como una oyente indiscreta, así que redacta otra pregunta para satisfacer su curiosidad:
_ Así que . . . no hace tanto que se conocen.
_ ¡Ah, no, no! De eso hace cuarenta y ocho años.
Se nota la expresión de sorpresa en el rostro de la joven, así que la mujer resume la historia.
_ Nos conocimos en un baile, pero él tenía novia. Sin embargo, el muy sinvergüenza se las arregló para hablarme, con la confabulación de mis hermanos, que eran juates de él, y me invitó a salir.
_ Por lo visto, usted le dijo que sí, y ahora están juntos.
_ No fue tan sencillo.
Él vuelve por un minuto de su distanciamiento:
_ ¡No vas a contar otra vez esa historia, mujer!
_ Nuestra historia _ replica ella _ y ¿cómo no contarla, si es para una telenovela?
_ ¡Pero  a todo el mundo, por Dios!
Ella chista para hacerlo callar.
_ Tú vuelve a tu mundo y déjanos a nosotras, las mujeres, que nos gustan estas cosas. ¿Verdad que no la aburro, querida?
_ En absoluto_ contesta la chica, que tiene a Julio César enrollado en su falda y se ha acomodado frente a frente para prestar más atención.
La mujer codea al esposo.
_ ¿Ves?
Él sólo responde con un resoplido y ella continúa.
_  Insistió varias veces y yo, finalmente, acepté.
_ ¡Pero tenía novia!
_ Precisamente: era la tentación de lo prohibido, más grave aún en esa época.
_ ¿Y entonces? _pregunta Carolina con la curiosidad de una adolescente que da vuelta la página de una novelita rosa.
_ Fuimos al cine, en las afueras, para que nadie conocido nos sorprendiera. A mí él me gustaba mucho: alto, elegante, culto . . . pero cuando volví a casa me sentí culpable.
_ ¿Por la novia?
_ Y . . .sí. Además, si era capaz de salir conmigo a sus espaldas: ¿qué futuro podía tener esa relación? Tiempo después, se comportaría conmigo de la misma manera que con ella. Volvió a invitarme, pero yo me negué varias veces y dejó de insistir.
_ Pero . . .entonces . . .
_ Ya sé: usted se pregunta cómo estamos juntos ahora. Bueno, yo no volví a verlo, pero por mis hermanos tuve noticias de vez en cuando: que se había recibido y que un año después había viajado a España, aprovechando la hospitalidad de unos familiares y seguía especializándose. Luego consiguió dar clases allí y se estableció.
_ ¿Cómo? ¿Y la novia? ¿No se casó?
_ Sí, pero no con él. Aparentemente la distancia había disuelto los lazos.
_ Y usted volvió a tener ilusiones.
_ No. Yo no sabía si se había casado en España y como la distancia también me desanimaba, decidí olvidarlo. Yo estaba muy feliz dando clases de música en mi casa hasta que un alumno adulto no se conformó con el piano y quiso algo más personal y permanente. Así que nos casamos y nos vinimos aquí, al D. F. Tuvimos un hijo y una hija. Él, abogado como su padre. Ella, médica. Desgraciadamente, al poco de diplomarse, cuando ya tenía novia y hacían planes para formar una familia, tuvieron un accidente en la ruta hacia el pueblo donde vivían los padres de ella. La chica resultó herida y estuvo un año aprendiendo nuevamente a caminar. Aún nos visita. Pero mi niño . . .mi niño . . .
La voz se le estranguló  y el marido aún desde su ausencia, le pasó un brazo alrededor de los hombros.
_ Lo lamento, señora _ le dijo Carolina, apoyando una mano sobre las de la mujer, que se recompuso con un suspiro profundo y continuó.
_ Mi hija se casó y se fue a trabajar, con su esposo, que también es médico, a Veracruz. Tienen dos hermosas niñas y el chiquitín que es un diablo. Hace cinco años quedé viuda y, a pesar de seguir con mis clases de música, formar parte de un coro y ayudar a la iglesia, me sentí muy sola. Luego mi hermana mandó a su hijo aquí para sus estudios universitarios. El contacto con los adolescentes y sus amigos, rejuvenece. Pero está mucho tiempo en la universidad o en casa de condiscípulos, aunque a veces son ellos los que vienen a nuestro departamento porque hay espacio. Entonces tengo que cocinar bastante porque ¡son langostas!
Ríen las dos.
_ En las vacaciones vuelve con sus padres y el silencio se nota. Así que, un día uno de mis hermanos en una conversación telefónica me dijo, como al pasar, que Esteban estaba de regreso en México por la muerte de su madre y, aparentemente, no pensaba regresar a España porque ya se había retirado y la nostalgia le estaba haciendo clavar el ancla. Decidida, le pedí a mi hermano el número de teléfono y lo llamé para presentarle mis condolencias. Yo no sabía siquiera si iba a acordarse de mí, ni si tenía esposa, hijos, tal vez nietos, pero marqué el número. Y me respondió él, en la casa que ahora era suya.
_ ¡Qué extraño oír su voz después de tantos años! ¿No?
_ Un poco raro sí, pero no tan incómodo como yo pensaba. El diálogo fue corto, seguramente por la reciente pérdida. Su padre había fallecido cuando era niño y era hijo único, así que había quedado solo. A pesar de eso, no deseaba, momentáneamente regresar a España. Me agradeció la atención y casi involuntariamente lo invité a visitarme aquí, en el D. F. Unos días más tarde me telefoneó para aceptar y concretamos el encuentro.
_ ¡Me imagino, qué nervios!
_ Después de tantos años . . . ¿Me encontraría avejentada? ¿Habría cambiado él? Como una adolescente me cambié tres veces de atuendo. Mi sobrino se fue a la universidad creyendo que la edad ya me estaba afectando la razón. Revisé la mesa del té cuatro veces, sacándole y poniéndole distintas cosas, hasta que el timbre del portero me sobresaltó. Respondí y esperé el ascensor con la puerta del apartamento abierta, para que lo ubicara enseguida.
_ Y ahí estaba.
_ Un poco más gordo, con menos cabello, pero los ojos de siempre. Para romper el hielo nos dijimos lo usual en estos casos: Qué bien que estábamos, el clima, el viaje, el tráfico de la ciudad. Cuando nos sentamos a tomar él té hubo algunos silencios incómodos, pero yo los llené con las fotos de mis nietos y sus anécdotas. Al terminar la merienda, vimos por el balcón que la tarde estaba hermosa y como desde allí se ve este parque, entusiasmados por la ciudad iluminada, decidimos salir a caminar. Ahí le conté mi historia y él, la suya. No se había casado. Había sido un mujeriego de relaciones cortas con las mujeres y largas con el estudio y la enseñanza. Vinimos a este parque a sentarnos.
 _ ¿Aquí mismo?
_ Sí, por allí _ señala unos bancos entre los árboles._ Después las llamadas y las visitas se hicieron más frecuentes, hasta que Esteban se cansó de viajar y me pidió que nos casáramos. Cuando le di la noticia a mi hija no estaba muy segura de cómo reaccionaría, pero se puso muy contenta, y hasta aliviada al saber que ya no estaría más sola. Unos meses después del reencuentro, en una ceremonia sencilla, nos casamos. Estaban mi hija, mi yerno,  los nietos, sobrinos y algunos amigos.
_ Los que quedaban vivos _ interrumpe él.
Ella, con fastidio:
_ Por supuesto, Esteban, los muertos no tenían vestimenta apropiada.
Carolina los mira con admiración.
_ Posiblemente, a tu edad, si no tienes novio o marido . . .
_ ¿Cómo lo sabe?
_ Si lo tuvieras, no te dejaría andar sola a estas horas. Como decía, quizás dudes de si existe o no el amor verdadero.
 _ Lo sé por mis padres.
_ Si los tienes vivos y juntos, eres muy afortunada. Sí, querida, existe. Pero no el de la nube rosa y el enajenamiento que pintan las revistas y la televisión o el cine. El otro, el cotidiano: el de alegrarte de despertar con esa persona especial, sin importarte que tenga la barba crecida y que ocupe el baño antes que tú. El que te hace enojar con la manía de dejar los anteojos en cualquier lado y preguntarte a ti por su paradero. Así de real. A cualquier edad, por supuesto con características diferentes: la pasión física de la juventud, el cansancio de la crianza de los hijos, el malhumor de la falta de horas de sueño y la dolorosa pero resignada partida de los hijos. Es simplemente cuidarse y quererse mutuamente.
Julio César se ha dormido profundamente en la cálida protección de Carolina, pero cuando su dueño mueve los pies para irse, su instinto lo despierta y baja de un salto. Mientras la mujer y Carolina se despiden, el perro se somete  con docilidad al collar.
_ ¿No te habré aburrido, verdad?
Esteban no le da tiempo a contestar:
_ Aún así, no te lo diría por educación. Vamos, que ya están llegando los locos.
_ Él le llama así a los que van a las oficinas. A ti tampoco te conviene quedarte querida, o te harán perder la tranquilidad de la que hemos disfrutado hasta ahora.
_ Es cierto. Y no me ha aburrido en absoluto. Al contrario, me ha resultado muy fructífero su relato.
Carolina los ve alejarse, con el mismo paso lento con que llegaron, tomados del brazo, con Julio César olfateando cada árbol que encuentra a su paso, y sonríe.
Decide regresar caminando, alegrándose de haber seguido el impulso que la llevó hasta allí.





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