¡Qué invierno triste! Por la ventana la higuera desnuda me mira con tristeza y no sé qué decirle. No se me ocurre una historia para contarle que pueda consolarla. Por eso los invito a trasladarnos al calor de México siguiendo a Carolina.
Capítulo
XLIII
Carolina coloca su bolso de mano en el portaequipaje y se sienta a
esperar el carreteo del avión, que, al igual que el aterrizaje, siempre la
emociona como si volviera a ser una niña. Tiene las imágenes de su madre, que
viajó desde el pueblo para despedirla, y de Marta. Ambas la habían besado y
abrazado hasta que no quedaba más tiempo para ir a la sala de espera. Sin
embargo, a esa figura dulce se contrapone otra, muy amarga: ella, bajando la
escalera hacia la planta baja del edificio del departamento de Ricardo; él,
corriendo y rogándole que lo esperara. Un taxi, que pasaba justo antes de que él pudiera tomarla
de un brazo, y la última mirada por la ventanilla. La misma mirada cargada de
desilusión que llevaba ahora y cada vez que recordaba esa espantosa escena.
Por eso se había negado a atenderlo por teléfono y hasta había pasado
unos días en casa de Marta, previendo que intentaría contactarla en su
departamento. Sabía por su amiga que había acudido a ella para que
interviniera, para que le diera una oportunidad de explicación. Sabía también
que él se había pasado seis horas en la esquina, a pesar de la lluvia,
esperando a que saliera por algo y así poder sorprenderla, y la carta que pasó
por debajo de su puerta había sido destruida. A todo se había negado, aunque
sus lágrimas la tentaran a veces a ceder. Hasta Marta se había negado a
intervenir: había escuchado la petición de Ricardo y cumplió con su misión,
pero ante la negativa de Carolina, no había insistido. Esta vez, ella también
estaba decepcionada, y no sabía si confiar en él o no, pero lo cierto era que
estaba viendo a su amiga sufrir y no le agradaba en absoluto, así que, se
concentró en consolarla, más que en hacer de mediadora. Se ocupó de que
Carolina viera amigas y descansara en los días que le quedaban en su país, y
aunque sabía que no podía ahorrarle el dolor por mejores intenciones que
tuviera, deseaba que estuviera en las mejores condiciones posibles para enfrentar nuevamente el
desarraigo y trabajar sin nubarrones que entorpecieran su creatividad.
Otra vez las luces de Buenos Aires alejándose. ¡Qué rápido habían pasado
los días! Sin embargo . . . ¡Qué mujer diferente es la que viaja en este avión
a la del anterior! En lugar de la joven temerosa, la profesora de literatura
que se llevaba en las valijas una mentira piadosa y no sabía con exactitud
dónde y cómo se desempeñaría, va una mujer con bastante satisfacción de su
trabajo y la determinación de concluirlo con la misma responsabilidad con que
la había desarrollado. Por sus actitudes, sin embargo, la misma modestia que
brota del corazón es la que dirige sus obras y sus palabras. Y en un rincón del
alma, apretada por el cerebro, que se obstina en ganar la pulseada contra los
sentimientos, una desilusión . . . una gran desilusión de amor.
Al llegar la comida, la anciana sentada a su lado inicia conversación:
le cuenta de sus hijos, a uno de los cuales va a visitar en ese momento porque
está radicado en Acapulco, de sus nietos y de las gracias que hacen. Que una
estudia piano, otro es muy perezoso para la escuela. Desde luego, como toda
abuela que se precia de tal, le muestra fotos: una mesa navideña repleta,un
nene disfrazado en un acto escolar, una niñita que se ha maquillado con las
pinturas que seguramente le sustrajo a la madre . . .
A medianoche, cuando aparecen las imágenes de la película que la
aerolínea propone a los insomnes, Carolina
se vuelve a observar a su compañera de viaje y su suave ronquido la hace
sonreír. Sonreír y pensar: ¿Se convertiría también ella con l tiempo en una
esposa, madre y abuela? ¿Ocuparía n en su billetera más lugar las fotos
domingueras que la moneda corriente? ¿Pasaría muchas noches invernales tejiendo
para los más variados talles y gustos mientras desde un portarretratos la
espiara la mirada de un hombre que había sido el más entrañable compañero de
ruta? ¿O sus aliados más corrientes serían las valijas y las diferentes partes
del mundo?
Al amanecer, la anciana deja
pasar los primeros rayos de luz por la ventanilla ni bien se asegura de que
Carolina está despierta.
_ Disculpáme, pero, como todos los viejos, duermo poco y amo la luz
natural: fijáte _ señala hacia un punto _ ¡qué belleza!
Es cierto: como rebotando en un enorme trozo de metal, los rayos
matinales agujean el cielo. Después del desayuno y de desearse mutuamente buena
suerte, las dos pasajeras abandonan sus asientos y van por el pasillo hasta la
búsqueda de su equipaje.
Una vez que encuentra el suyo, Carolina sale del ajetreo hacia el hall,
buscando con la mirada a Juancito, pero se lleva una enorme sorpresa: cámaras
fotográficas buscan ángulos de su rostro y hay micrófonos, grabadores y
celulares que parecen amenazar su integridad facial.
_ ¿Por qué no revelaron antes su identidad?
__ ¡Señorita! ¡Señorita Duprat! ¿Cómo se contactó con Miguel Saberia?
_ ¿Es cierto que era una fanática de él y alcanzó a escabullirse en su
camarín en uno de sus recitales para entregarle sus letras?
Ella, con desesperación, sigue buscando aunque no sea a su amigo, a
cualquier conocido en México, a la policía si es necesario para salir de allí,
donde todos parecen saber algo que ella no.
Por fortuna, cuando ya su pulso se ha enloquecido, las caras que la
rodean se le están volviendo borrosas y forman parte de un círculo en
movimiento de pesadilla, alcanza a divisar a Juan, allá lejos, usando una
camisa amarilla y un aparatoso sombrero de rafia. Ahí está, agitando
desesperadamente los brazos como si fuera él quien ha instruido el avión para
aterrizar. Le hace señas a unos hombres de considerable corpulencia, quienes,
un minuto después, están junto a ella, y abren paso con una habilidad casi
milagrosa. Antes de darse cuenta los pies de Carolina no pisan el suelo, y es
trasladada hasta la salida e introducida en un coche, al lado de Juan, con los
rumores aún resonando:
_ ¿Esa es? Yo me la imaginaba como más grandota, qué sé yo _ comenta una
señora mirando hacia el interior del vehículo.
_ Sí, ¿no? Como . . . como más holliwoodense _ responde otra.
_ Pero es argentina, creo.
En cuanto se ponen en marcha, Juan besa y abraza a su amiga al más puro
estilo argentino, y sólo de a poco va soltándola, para que se recupere de lo
pasado y se prepare para las nuevas que le tiene. Cuando ella está por abrir la
boca, él se anticipa:
_ Tomá aire . . . tomá aire . . .
_ Pero . . .¿qué . . . ?
_ ¡Shh ! No hables, y dejáme que te explique, antes de que te dé un
soponcio.
Carolina le hace caso y guarda silencio, pero sus ojos interrogan
implacablemente.
_Una pequeña imprudencia de Miguel.
_ ¿Cómo que una peque . . .? _ a una señal de Juan, vuelve a apretar los
labios y observa un periódico doblado que él le extiende.
_ Mientras vos no estabas, le hicieron una entrevista, le preguntaron
por su nueva producción y . . . bueno . . . a él le pareció oportuno nombrarte
para que recibieras al menos una parte del reconociendo que merecés.
Carolina trata de usar su oído para captar las palabras de Juan y la
vista para descifrar el artículo que acompaña la foto de Miguel sonriente en la
sección de espectáculos, pero al parecer su mente no la acompaña en ninguno de
los dos sentidos. Apenas puede unir con algo de coherencia frases o palabras
sueltas: próxima presentación, temas nuevos - originalidad - argentina-
Carolina Duprat.
Aún sigue hablando su amigo cuando ella empieza a tartamudear:
_ Pe- pero . . . ellos . . .él .
. .sabían que yo no - no- quería . . .
_ ¡Ah, mi querida! ¡Cómo me olvidé de advertírtelo! En este negocio, lo
que se quiere y lo que no se quiere, va todo por escrito _ dice él, palmeándole
la rodilla _ firmado y sellado, mi amor. Se llama contrato. Si se les
ocurriera, figuraría la cantidad de veces que ambas partes se permiten
respirar. ¿Me creerías que hay estrellas que hace constar cuántos jugos de
naranjas deberán recibirán al día?
_ Pero yo no soy una estrella, y de eso se trata _ enrolla el diario y
se lo devuelve a Juan con disgusto.
_ Bueno, no lo tomes así. No lo hizo a propósito, se le escapó, le
pareció una novedad. Si lo pensás con calma, hasta va a ser buena promoción.
Durante esos segundos, Carolina no le presta atención, sino que mantiene
un silencio que le permite atar cabos.
_ ¡Ay! _ Juan la mira _ Si todos esos periodistas lo saben, entonces,
quiere decir . . . que en Argentina . . .
_ Y, sí, es posible que en los diarios de hoy ya estén leyendo tu
nombre.
_ ¡Dios mío! _la chica se toma la cabeza con las manos.
Juan sigue hablando. A Carolina le parece que habla desde la profundidad
de un pozo tan hondo que no lo oye y vuelve a reaccionar:
_ ¡Menos mal!
_ ¿Cómo "menos mal"? ¿No dijiste que querías mantener el
anonimato? _reacciona, desconcertado, su compañero.
_ No, no. Me refiero a que es una suerte que les haya contado todo en
casa. Aunque ahora no sé para qué les pedí, les supliqué, casi hasta jurando
sobre la Biblia, que no se lo contaran a nadie.
Ella suspira profundamente para tranquilizarse y alza la vista. Por
primera vez desde su regreso tiene
tiempo de echarle un vistazo a la ciudad.
_ ¿Adónde vamos? _ pregunta, como resignada a que su destino está
dejando de pertenecerle.
_ Yo suponía que directamente a casa, porque estarías cansada. Para el
almuerzo Miguel te espera en el restorán cercano a la oficina, a manera de
bienvenida. ¿Por qué? ¿Querés pasar por algún lado antes?
_ Como no sea por una farmacia . . . Dos agujas se me clavan en las
sienes.
_ No te preocupes, en mi departamento hay analgésicos. Es una hermosa
mañana: te tomás uno, dormís un rato, te echás un rato a la piscina y quedás
como nueva. ¡Ah! Es más: la semana pasada, se mudó un muchacho que hace unos
masajes excepcionales.
De repente, Carolina cambia de actitud:
_ ¿Dónde está Miguel ahora?
_ En su departamento, supongo. Es muy temprano para la empresa aún. ¿Por
qué?
Carolina se inclina hacia el asiento delantero para decirle al chofer:
_ Al departamento del señor Saberia, por favor.
_ ¿Qué? _ pregunta Juan.
_No te preocupes, en el avión dormí lo suficiente. Primero lo primero.
Ya habrá tiempo para almuerzos.
Su cara se ha transformado y, Juan, sospechando sus intenciones, le reitera
las disculpas de Miguel.
Sin embargo, los sentimientos de Carolina han ido variando, de la
sorpresa en el aeropuerto, a la confusión en el auto, y ,en unos segundos, de
la resignación al enojo. Y este último parece ser el que va a gobernar su
próxima acción.
_ Caro, Caro . . ._continúa la súplica de Juan _ no te precipites, que
te podés arrepentir. Arruinarías una buena relación de trabajo _ se inclina
para indicar al chofer_A casa, Alejandro, por favor.
El auto da un giro al llegar a la esquina.
_ ¡Ja! ¿Así que vos también creés que soy así? _ ella da la contraorden
_ A casa del señor Saberia.
Giran en sentido contrario.
_ ¿Qué vas a ganar, me querés decir? Ya está hecho.
_ De acuerdo, lo hecho, hecho está. Pero al que lo hizo se lo puede
enderezar.
_ ¡Al departamento de la señorita! _ grita esta vez Juan, y la maniobra
del vehículo provoca los bocinazos de toda la cuadra _ ¿Enderezar qué? Unas
cuantas fotos, algún programa de televisión y listo. En cuanto alguna
celebridad se divorcie en este país o en el tuyo, no te molestarán más.
Carolina, visiblemente molesta, encara:
_ "Unas fotos, algún programa . . ." Vos lo decís así, como si
fuera tan fácil. No es lo que quiero, Juan. No sería yo. Esa _ señala el
periódico _no soy yo. ¿No entendés? _ Vuelve al conductor _ Disculpe, señor,
¿tiene alguna duda sobre la dirección de Miguel Saberia? Porque si es así, se
la puedo facilitar.
Esta vez la frenada es violenta y los pasajeros se golpean con el
respaldo de los asientos delanteros, volviendo, con el rebote correspondiente,
a su ubicación anterior. Las peores consecuencias las ha sufrido el sombrero de
Juan, quien, sin darse cuenta del estado calamitoso del mismo, lo rescata y se
lo coloca nuevamente. Carolina, con el cabello todo revuelto, se retira algunos
mechones del rostro y expulsa otros que se le han introducido en la boca.
El conductor, exhausto, se dirige a la chica:
_No, señorita, sé exactamente a dónde es, pero, respetuosamente, ¿está
segura de que es allí a donde vamos?
Carolina mira con irrefutable autoridad a su amigo. Él se encoge de
hombros y se recuesta, resignado, en el respaldo.
_ Sí, señor _ responde ella con una sonrisa.
Unos segundos después de emprendida la ruta definitiva, cuando los dos
se han calmado mirando por sus respectivas ventanillas, Carolina lo mira y no
puede evitar una risita burlona.
_ ¿Y ahora qué?
_ Disculpáme _ continúa ahogándose de risa _ pero ese sombrero te queda
espantoso.
Él se ve en el espejo retrovisor y se da cuenta. Después de tanta
tensión no puede evitar la carcajada. Se lo saca y lo usa para pegarle a ella:
_ ¡Envidiosa! No soportás que me quede mejor que a vos.
Carolina llega sola al amplio recibidor, porque ha convencido a Juan de
que continúe él hasta el departamento, con el equipaje. Por supuesto que él había
querido acompañarla con función conciliadora, pero después del lado oscuro que
había conocido de su amiga, la insistencia había sido mínima.
Con decisión, se dirige al ascensor. Ninguno de los dos está en la
planta baja, así que debe esperar. Cansada, irritada, y con la incomodidad de
la ropa de otra estación, empieza a quejarse, sin darse cuenta de que lo está
haciendo en voz alta.
_ ¡La pobre Carolina Duprat! ¿A quién le va importar lo que opine? ¿Para
qué tomarse la molestia de digitar unos números de larga distancia para
consultarla?
Una señora de impecable vestido de diseñador, se coloca frente a los
ascensores. Trae en brazos a un perrito, cuyo pelaje de la parte superior de la
cabeza han recogido en un moño, lo cual le da el detalle "chick",
seguramente indispensable para habitar ese edificio. No cabe duda de que
regresa de su habitual paseo matinal. El can de pedigree observa a Carolina con
curiosidad y extiende su hocico en busca de alguna identificación. Levanta una
oreja cuando la chica se dirige a la puerta de uno de los ascensores, se quita
el zapato, y golpea el botón. Ante este comportamiento, la dueña retrocede un
poco, asustada.
_ ¡Aparatos estúpidos! _ comenta la chica, sin volver a colocarse el
calzado, apoyada con la espalda contra la pared opuesta.
Sólo entonces advierte a la señora y al perrito, que siguen mirándola
fijamente. Su aspecto se refleja en el
enorme espejo del hall, así que, para suavizar la situación, sonríe amablemente
a la madura dama, que le devuelve la amabilidad, más por miedo que por
protocolo. Carolina, que ama los animales, no puede resistir su impulso y se
acerca a acariciar al animalito, quien, al principio, olfatea minuciosamente su
mano y luego comienza a mover la cola.
Cuando el ascensor llega, mujeres y can lo ocupan. A estas alturas el
grado de confianza es tal, que Carolina tiene la mano y la cara completamente
lamidas. Suben. La chica averigua el nombre de su juguetón amigo y le dedica
mimosos cumplidos. Todo va bien hasta que llegan al piso en que ella debe
descender. La señora, que permanecerá hasta pisos superiores, sonríe, mientras
Carolina se despide de él:
_ Adiós precioso, adiós bonito . . . Pórtese bien, ¿eh?
Sin embargo, las puertas no se han cerrado todavía cuando escuchan la
misma voz, rezongando por el pasillo:
_ ¡Claro! Así es como esperan que me comporte yo: algunos cumplidos por
el trabajo hecho y . . . ¡ saltitos de Carolina! Una galletita y . . . ¡ahí va a
estar, lamiéndonos la mano!
Humana y animal, se miran. El perro lanza un ladridito nervioso antes de
que se cierre la puerta.
Sin percatarse de que sigue rengueando, Carolina continúa con lo que
parece más una arenga que una queja.
_ ¡Ja! Ahora pensarán darme unas palmaditas en el lomo y, como a la
buena de Lassie, "aquí no ha pasado nada". ¡Pobres de ellos! Claro,
lo de afuera engaña . . . Si supieran lo que hice en primer grado, con la gorda
que se había tomado la maldita costumbre de arrebatarme la merienda. _ aún transportada a la infancia, toca timbre
_Le pedí a ella de buena manera, y no me hizo caso; le comenté a la maestra, y
nada . . . Hasta el día que me cansé, y justo cuando extendía la mano con cara
de satisfacción, cerré el puño fuerte, fuerte
_ acompaña el relato con los movimientos, tan ensimismada, que no se ha
dado cuenta de que el anfitrión ha abierto la puerta y la observa _y le lancé
tremendo golpe que quedó tendida en el medio del patio . . .
Aunque Miguel ya había sido advertido por el portero de la visita de
Carolina, no puede reprimir su asombro:
allí está ella, con una maraña de cabellos donde parecían haber querido hacer
nido unos pájaros, la ropa estrujada por la salida violenta del aeropuerto, un
zapato en la mano, sweater (en un clima de treinta y dos grados) y emitiendo
palabras ininteligibles.
Pero el asombro es mutuo, porque Carolina, que acababa de
"ver" desparramado por el piso el corpulento éxito de su defensa
infantil, se encuentra con un hombre envuelto simplemente con una toalla en la
cintura, y otra friccionándose el cuero cabelludo, que todavía chorrea agua.
_ Adelante, y bienvenida _ dice él, al tiempo que le hace espacio para
entrar.
Ella, incómoda por la situación, advierte que los ojos se le han
detenido en los pectorales de él, así que, rápidamente, se niega:
_ Yo . . .no . . . bueno . . .puedo esperar aquí hasta que termines . .
.
_ No, no, por favor, no es necesario _insiste _ Entra. Si viniste del
aeropuerto aquí debe de ser algo importante. Me tardo unos segundos y estoy
contigo.
Ella pasa. Él mira el zapato:
_ ¿Te lo cuelgo en el guardarropas? _ aprovecha para romper el hielo.
Carolina ve que su mano aún sujeta, cual si fuera un arma capaz de
salvarle la vida, el maltratado calzado. Se lo coloca y ríe, sintiéndose
ridícula.
_ Siéntete como en tu casa.
Miguel va hacia su habitación y alza la voz para seguir hablando:
_ ¿Tu familia? ¿Todo está bien por allá?
_ Sí, sí. Todo perfecto, gracias. _ ella se sienta en el sofá, pero
recordando los motivos que la han llevado hasta allí, se arrepiente y se pone
de pie.
Da vueltas sin saber qué hacer.
_ Hay café recién hecho. ¿Por qué no te sirves una taza?
Va a la cocina y cuando saca una taza del elegante mueble que tiene unos
ganchos decorativos, debe hacer malabares para que no se caiga, pasándosela
cual brasa ardiente de una mano a la otra, así que, respira aliviada y la
coloca nuevamente en su lugar.
_ No, gracias. Desayuné en el avión.
Después de todo, está enojada . . .estaba . . .Está, está. Se mira en
espejo del living y practica la cara de enojo. ¡Eso! ¿Qué había pasado? ¡Si
ella venía decidida a entrar gritando! Bueno, tal vez gritando no: su madre le
había enseñado que, cualquiera fuera la situación, eso no era de damas. Pero al
menos hablando firmemente : "¡Y yo, la muy tonta, le sonrío!", le
dice a la imagen del espejo. "¿Por qué? ¿Por unos bíceps húmedos, nada
más? ¡Los he visto mejores! ¡Mucho mejores!"
_ ¿Decías algo? _ la sorprende la voz de Miguel, que se oye proveniente
del dormitorio.
_No, nada, nada _ "¡Por Dios!" piensa "Va a creer que
estoy loca".
Suena el timbre de la puerta.
_ Carolina, por favor, ¿serías
tan amable de atender?
A ella le resulta extraño que no haya sonado antes el portero eléctrico.
Miguel parece adivinarle el pensamiento, porque grita.
_ No te preocupes: si el portero no lo detuvo, debe de ser alguien
conocido. Apuesto a que es Walter.
Y así es. Walter, atendido por la chica, disimula su gesto de sorpresa
diplomáticamente (en su profesión es un arte de vida o muerte) con un fuerte
apretón de manos.
_ ¡Bienvenida, bienvenida! ¿Qué tal el viaje?
La puerta aún está abierta cuando aparece Miguel, prendiéndose la
camisa.
_ Sabía que eras tú.
_ ¡Buen día! _ saluda Walter, con una mirada pícara que sólo alcanza a
ver su amigo.
_ Bueno . . .yo mejor me voy _ se apresura a anunciar Carolina.
_ Pero . . . _ balbucea Miguel.
_ No, no, no te preocupes. No es tan urgente. Podemos hablar en el
almuerzo. Mejor, porque . . ._ quiere echar mano del picaporte pero no lo
encuentra, hasta que se da cuenta de que en ese espacio sólo hay aire _ estoy
muy cansada. Hasta luego.
Miguel no alcanza a articular palabra, pues la chica ya ha cerrado la
puerta.
Walter sigue sonriendo.
_ Te prohíbo . . . _empieza su amigo.
_ ¿Yo dije algo? _pregunta el otro, con fingida cara de inocencia,
arrojándose en el sofá.
_ ¡De verdad! ¡Nada sucedió! ¡Bien sabes que su avión arribó esta
mañana! _porfía el cantante.
_ Repito: ¿yo hice alguna insinuación? Así que no me retes. Y si vas a
la cocina por café, ¿me traes uno?
Walter no se queda muy convencido de la reacción de su amigo. Sabe
exactamente lo que está pensando, pero como en ello no puede censurarlo, se
conforma con un resoplido y toma la cafetera.
_ ¡Ah! ¡Miguel!
_ ¿Sí? _ el dueño de casa se asoma nuevamente al living.
_ El cierre de tu pantalón está bajo.
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