Mañana fría de martes. Por las huellas en el pasto, deduzco que anoche heló. ¿Leemos?
Capítulo XLII
En el micro de regreso, Carolina va pensando cómo encarará el diálogo
con Ricardo. A diferencia del viaje de ida a la casa de sus padres, no tiene
con quién practicar, como lo había hecho con Marta. No piensa empezar con
reproches, pues entiende que el arreglo será posible sólo en base a la
confianza mutua. Más aún, porque ella debe volver a irse. ¿Cómo encarar una
nueva separación sin la seguridad en la fidelidad del otro, sin la preocupación
de fiestas fastuosas ni compañeras de trabajo demasiado cariñosas?
Al llegar al departamento, Kitty finge indiferencia, como cada vez que
su dueña la deja por varios días, a pesar de que esta vez han sido menos que la
anterior. Carolina la acaricia y le habla con suavidad, pero sabe que tendrá
que soportar su actitud histriónica al menos, por unas veinticuatro horas, que
es el castigo que su mascota le impone por "abandonarla", para que no
crea que es una de esas que uno toma y suelta cuando se le da la gana.
Enseguida va hacia el teléfono y llama al departamento de Ricardo, pero
la voz que le responde es la del contestador, así que no deja mensaje y llama
al hospital. Él habla con alegría y le explica que le faltan dos horas. Ni un
minuto después estará con ella.
Carolina aprovecha a desempacar y
a hablar con algunos amigos y compañeros de trabajo que esperan
ansiosamente sus noticias.
Cumplido su turno, Ricardo se despide muy sonriente en mesa de entradas.
Sandra lo ve y no pierde la oportunidad:
_ ¡Qué contento que estás!
_ La perspectiva del descanso siempre es causa de alegría_ responde el
doctor, cautamente, pues hace tiempo que tiene decidido no compartir nada de su
vida personal con ella.
Él se retira, y aún no se le ha borrado la sonrisa cuando espera el
ascensor.
Julio ha alcanzado a oír la breve conversación, y como conoce a Sandra,
le parece conveniente, por el bien de su amigo y para desalentar a la colega, hacer
una inocente observación.
_ El amor, el amor . . . nos pone una sonrisa en los labios y alas en
los pies.
_ ¿Desde cuándo sos romántico, vos? _ responde intempestivamente ella,
entendiendo inmediatamente la situación.
Él no se da por vencido y aprovecha para la ironía:
_ ¡Epa! ¡Cómo estamos hoy! _ levanta el vaso de café que tiene en la
mano y le aconseja_ ¿No se te ocurrió probar el descafeinado?
El odio de Sandra se nota en sus manos crispadas, pero ese es un
sentimiento que nunca le ha impedido actuar. Quizás por costumbre. Es más,
hasta puede haberse convertido, desde donde no recuerda cuando, en su principal
motor.
Toma un poco de aire y piensa. No tiene mucho tiempo y no puede
permitirse el lujo de un paso en falso. El plan de la "amiga que está ahí
cada vez que la necesiten", ha fallado, así que ahora tiene que usar
artillería pesada y precisa. Las filas estratégicas se alinean y desalinean en
su mente, hasta que marcan la figura más conveniente y con más probabilidades
de acierto.
Empieza por telefonear a una amiga, de esas que hacen lo que se les pide
sin preguntar y reciben lo mismo a cambio. Le pide que haga dos llamadas: la
primera, a Carolina (cuyo número había conseguido furtivamente de la agenda de
Ricardo, como si una premonición le hubiera avisado que llegaría el día en que
le sería útil), haciéndose pasar por una empleada administrativa del hospital
diciendo el doctor ha solicitado que le adviertan que llegará más tarde porque
ha surgido una emergencia y no pueden prescindir de sus servicios; la segunda,
al celular de ella.
El segundo paso es dejar "descuidadamente" su celular en mesa
de entradas. Tres minutos después, este suena, y ahí el mecanismo empieza a
activarse.
La secretaria de mesa de entradas mira el celular y, en forma desconcertada,
recorre con la mirada todo el personal que alcanza en perspectiva estirando el
cuello.
Sandra corre:
_ Es el mío, es el mío. ¡Qué distraída, ni sabía dónde lo había dejado!
La empleada se lo entrega con
una sonrisa, que va borrándose y mostrando preocupación, al tiempo que escucha
sin querer las palabras y el rostro poco alentador de la única interlocutora
que está a su alcance.
_ ¿Cómo? . . . Pero . . . ¿Estás
segura? Bueno, bueno . . . quedáte tranquila, mamá. Todo va a pasar. Pero . . .
¿por qué no lo trajeron acá? . . . ¡Ah, claro, estaba más cerca del lugar del
accidente!
Tal es la descompostura de las
facciones con que mira a la empleada, que esta
suspende sus tareas, con la lapicera inmovilizada y un archivo abierto,
profundamente compadecida.
_ ¿No estarás sola, no? ¡Ah,
está tía Marga, bueno! Yo voy en cuanto pueda. Pero no llores, no llores, que
sos una mujer fuerte. Un beso grande, grande _ termina con la voz entrecortada.
Sabe que la empleada va a
querer enterarse del problema; es más: contaba con ello.
Casi en un sollozo une las
frases: "mi papá en un accidente", "mi mamá no iba en el
auto", "desesperada", "tengo dos horas más de
trabajo", con el arte de una telenovela.
Por supuesto, la sugerencia,
casi imperativa, no se hace esperar:
_ Pero doctora, en un caso así .
. . Es más: ¿de qué le vale quedarse? No va a poder concentrarse, y en su
profesión un error puede ser peligrosísimo.
_ ¿Le parece? Pero el director va
a pensar . . .
_ ¡Doctora! ¡El director es
humano! Seguramente va a comprender.
_ Es que . . . No sé . . .
Y al fin oye las palabras
mágicas, cuando la empleada le toma la mano que está sobre el escritorio:
_No se hable más: usted se va a
acompañar a su mamá y yo me ocupo de avisarle al director.
_ ¡No sabe cuánto se lo
agradezco! Va a llegar el día en que le devuelva el favor.
_ ¡Vamos, vamos, no hable más que pierde tiempo!
A unos metros, mientras conversa
con los familiares de un paciente, Julio alcanza a observar la cara de
preocupación de la empleada. No la de Sandra, pues ella le da la espalda, pero
la ve salir apresuradamente. La curiosidad y un sexto sentido (no femenino,
sino producto inconsciente de la relación mental que conecta el reencuentro de
Carolina y Ricardo con el guardapolvo de Sandra desapareciendo raudamente) lo
llevan a cuestionar:
_Perdón, Alicia, pero no pude
evitar ver a la doctora muy alterada.
_ Sí, pobre. No sabe . . . el papá tuvo un accidente automovilístico y
la madre llamó. No quería retirarse, pero yo insistí. ¿Le parece que hice mal?
Julio no contesta, trabajando en
su memoria sobre comentarios aislados que le ha hecho Sandra.
_ Doctor _ repite la mujer _ ¿Hice mal?
Julio sabe que nada logrará con crearle una sensación de culpa a alguien
que, llevada por los buenos sentimientos, cayó, involuntariamente, en una red
que él no alcanza a descifrar.
_ No, Alicia, no se preocupe. La compasión no es una falta al
reglamento.
Sus pensamientos se ven interrumpidos por una camilla que entra
intempestivamente y un enfermero que grita:
_ ¡Herido de bala en un asalto!
Julio corre para revisar los
signos vitales y tiene que abandonar las aseveraciones que lo habían ocupado:
el padre de Sandra las había abandonado cuando tenía cuatro años, y su madre
estaba en una institución geriátrica.
La primera escala de Sandra es su departamento, donde escoge la mejor
lencería que tiene, se la pone, echa una breve mirada al espejo con una sonrisa
y encima se viste con ropa casual. Toma dos copas de la cocina y las guarda en su
bolso, con el que sale. La segunda, el negocio de la esquina. Allí escoge una
botella de champán y la coloca en el mismo bolso. De ahí, su destino final: el
departamento de Ricardo. El joven, extrañado ya por la tardanza de su novia,
piensa que es ella, así que se lleva una sorpresa cuando abre la puerta y ve la
figura de una mujer llorosa, que lleva algo bajo el hombro y, antes de dejarlo
reaccionar, se le echa en los brazos:
_ ¡Qué suerte que estás acá! Supuse que estarías en casa de Carolina,
pero vine igual, con la esperanza . . . y no me equivoqué.
Ricardo no le pone una mano encima, confundido y desconfiado. Ni
siquiera la invita a pasar. Sin embargo, ella lo suelta y continúa con su papel
de pobre afligida, y a eso le agrega una expresión de vergüenza:
_ Disculpáme, disculpáme, por favor. Mirá cómo te estoy dejando la
camisa _ le frota un pañuelo en el pecho _ Ya sé que vos no querés una relación
personal, pero no tenía a quién recurrir.
Con la boca abierta, él no sabe cómo actuar:
_ Bueno . . . _ la toma por los
hombros _ Calmáte, primero que nada, calmáte.
_ Tenés razón. Debo de tener un aspecto terrible. _ se enjuga las
lágrimas - No, no, mejor me voy. Lo único que te pido es pasar unos minutos al
baño. Me arreglo un poco y me voy.
_ Claro, claro _ él se hace un
lado, le deja el paso y cierra la puerta.
Una vez que ella entra, le pregunta a través de la puerta:
_ ¿Estás segura de que estás bien? ¿No querés aunque sea un calmante
suave? ¿Llamo a alguna amiga para que venga a buscarte?
_No, no. Estoy bien.
El timbre suena de nuevo y Ricardo abre. Abraza y levanta en el aire a
Carolina. Tal es su alegría que no le sale una palabra. Ni siquiera recuerda
que hay alguien más en el departamento y que ese alguien acaba de abrir la
puerta del baño. Él no la ve, porque está de espaldas, pero Carolina, sí.
Sandra, cuyas formas se distinguen muy bien bajo transparencias negras,
sostiene dos copas y una botella:
_ Querido, siempre sos vos el que la abre. ¿O para que están esos brazos
fuertes? Yo intentaría, pero no creo que pueda. Tengo otras habilidades . .
.vos las conocés . . .
No hay comentarios:
Publicar un comentario