¿Les gustaría imaginarse que están leyendo este capítulo sentados en esta escalerita, aspirando el aroma de esas flores? Quizás, imaginando...
Capítulo LXVII
Carolina es absorbida por el
atardecer de la ciudad al salir del apartamento de Miguel. Está a punto de
llamar un taxi, pero se detiene en mitad del movimiento de elevación de su
brazo y observa la calzada llena de gente que regresa del trabajo o sale a
disfrutar de sus horas libres, y decide fundirse con ella.
Va mirando escaparates:
transparentes blusas, vaporosas polleras, sedosos vestidos . . . pero no ve. No
ve porque su pensamiento se ha quedado atrapado en la escena que acaba de
vivir: su conversación con Miguel.
Años atrás había visto por
televisión o en carteles callejeros la imagen del cantante de visita en
Argentina. Sabía de estadios llenos de fanáticas que llevaban remeras con su
rostro estampado y había oído en una que otra tienda de música algunos de sus
temas. ¿Quién hubiera dicho entonces que iba a estar con él, en su mismísimo
apartamento, hablando seriamente y que lo iba a dejar triste?
Todos los momentos vividos con él
desde la llegada a México habían surgido en la conversación. Mucha intensidad
para tanta brevedad. La magia y la belleza de una estrella fugaz. Esas
experiencias que se nos cruzan en la vida y no dejan que vuelva a ser la misma
nunca más.
Los labios apretados de él, la
sonrisa cruzada por una lágrima de ella y muchas frases atropelladas por la
urgencia de expresar sentimientos que desbordan.
“Pero . . . ¿estás segura?” era la
pregunta que resuena con la masculinidad de la voz de él en sus oídos.
“Podríamos ser muy felices: gente nueva e interesante, lugares hermosísimos…”
Cruza la calle y nota la monotonía
en los movimientos de los demás peatones, para quienes es una jornada más, en la
misma ciudad, en la misma costumbre de regresar, cansados, al hogar.
Obnubilados por la rutina, no pueden apreciar el tono rojizo que ha tomado el
cielo ni la brisa que acecha en cada bocacalle.
La calidez de un brazo sobre los
hombros y la imagen de un beso de despedida: largo, suave, que no da lugar a la
culpa, pero estruja el corazón. Y más aún lo horadan las últimas y desesperadas
palabras: “Pero yo . . .yo . . . te amo, Carolina”.
La repuesta emocionada, ya desde
la puerta: “Lo sé.”
Tan perdida está su mente, que ha hecho
extraviarse también a sus pies. El camino que ha tomado no es el que va a su
apartamento: en lugar de eso, está cerca de la empresa. Decide hacer caso a su
subconsciente y dejar que la siga orientando, así que en pocos minutos está en
el ascensor.
_ ¡Señorita! _ exclama la
secretaria, que es la única que se ha quedado trabajando.
_ Ya le dije que me llame
Carolina.
Turbada en su interrumpida
soledad, la empleada trata de justificarse.
_ Yo estaba ordenando unos papeles
porque sé que a los señores _ refiriéndose a Miguel y a Walter _ no les gustan
nada los arreglos de último momento . . . y se aproxima la fecha de la gira y .
. .
_ No se justifique, es su trabajo.
En realidad soy yo la que está sobrando. ¿Le molesta si paso?
_No, no, para nada. Pero lo único
que está abierto es el estudio. Si desea ir a otro lugar, le doy la llave,
señorita . . . bueno: Carolina.
_ No se preocupe, yo me arreglo
sola. Siga con lo suyo como si no estuviera.
Delia la observa, extrañada,
mientras comienza a recorrer el pasillo hacia el estudio, pensando qué la
traerá a un lugar vacío a esa hora, pero vuelve a su tarea.
Y ahí está Carolina, observando el
lugar al que le había dedicado tantas horas. De repente, no lo ve mudo e
inmóvil como está en realidad. Su imaginación lo puebla de músicos en medio de
los cuales se observa ella misma, mirando atentamente una hoja y escuchando
recomendaciones de Jorge Díaz. Se ve sirviendo café y distingue con el rabillo
del ojo la mirada siempre atenta de Miguel, una mirada cuya causa ahora
interpreta, pero entonces no sospechaba. Carolina sonríe, como quien mira las
fotos de un viaje ya realizado y revive en cada imagen una anécdota,
descubriendo cosas nuevas cada vez.
Suspira y se dirige al ventanal
que es un portal a la ciudad. Ya se han encendido las luces y han aparecido las
primeras estrellas. No sabe qué impulso la ha llevado hasta allí, pero se
felicita por haberlo seguido. “Todo sería más sencillo si siguiéramos
simplemente nuestros instintos”, piensa. Pero su costado reflexivo no se deja
vencer tan fácilmente y le advierte: “Pero hay que estar preparado para las
consecuencias”.
Las estrellas la llaman otra vez,
pero la llaman afuera, al cielo abierto, así que, echando una mirada
previsiblemente nostálgica, se va.
Media hora después, un taxi la
lleva a una construcción típica, a un conocido sendero rojizo y una voz animada
le da la bienvenida:
_ ¡Señorita Carolina! ¿Sola…?
_ ¡Doña Teca! ¿Se acuerda de mi
nombre? Con tanta gente que viene por acá . . .
_ ¡Ja, ja, ja! _ ríe la mujer
mostrando sus dientes de teclas enceradas de piano_ De los amigos se recuerdan
pelos y señales desde el primer día.
_ Muchas gracias por considerarme
así.
_ Se nota que eres una criatura
adorable, hija _ le dice Teca tomándole cariñosamente la mano entre las suyas.
Es una mujer de poca instrucción
escolarizada, pero de vida muy bien vivida, de esa en la que se aprende a leer
más eficazmente la mirada que las palabras, así que resuelve no insistir en la
falta de compañía.
El local está casi lleno.
_Bueno, como verás, no tengo mucho
para ofrecerte, pero de lo que hay, lo que quieras.
_ Por allá _ señala Carolina,
ubicando un rincón cerca de una ventana, desde donde se puede observar
estratégicamente todo el interior sin perderse el fresco aire del exterior.
Ella misma se explica para no ser
descortés con quien la atiende tan cálidamente:
_ Las mujeres podemos pasarla muy
bien solas sin necesitar de ellos, ¿verdad?
Teca le sigue el tono desenfadado
palmeándola:
_ ¡Por supuesto, mi amor, por
supuesto! Y si no, mírame a mí, que en tantos años de viudez no he necesitado
quien me rasque la espalda. Me he bastado sola para criar a mi hija y salir
adelante con el negocio sin necesidad de hombre.
_ Y lo guapa que se la ve!
La acompaña a la mesa y, una vez
ubicada, sigue la conversación:
_ En cambio “ellos” . . . No está
frío el cadáver de la pobre mujer cuando ya meten otra doña en la casa. No
saben arreglarse solos, para nada.
Carolina ríe en una tácita
complicidad.
_ ¿Y qué vas a querer? ¿Algo para
cenar o simplemente para beber?
_ Unos huevos rancheros.
_ ¿Huevos rancheros? ¿A esta hora?
¡Pues aquí eso se desayuna!
_ Ya lo sé, doña Teca, pero no sé
por qué se me antojan ahora. A lo mejor porque no sé cuándo voy a comerlos de
nuevo.
_ ¿Qué dices, hija?
_ Nada, no me haga caso _ le
contesta la muchacha, que no tiene ganas de hacer confesiones.
_ Pues . . . está bien: darle al
estómago lo que pide sin importar la hora. Así he hecho yo. Y eso que muchos me
decían que me iba a enfermar de qué sé yo cuántas cosas. Y esa moda de las
cosas “lái”, que no me gustan nada. Y aquí me ves: fuerte como un toro. ¡Ja,
ja, ja!
Carolina la mira partir: ese
cuerpo desproporcionado de caderas prominentes va de un lado a otro a fuerza de
dejar caer semejante peso alternativamente en una pierna y luego en la otra.
Quizás el fruto de haber trabajado mucho en la vida, y también de haberse dado unos cuantos gustos
sencillos pero abundantes.
Luego echa un vistazo al lugar,
animado y familiar, con el olor que surge de la mezcla del cigarrillo y la
comida. Cuando la hija de Teca le ha servido el pedido, Carolina desvía la
mirada al verdor del jardín, perdiendo nuevamente el pensamiento.
Doña Teca observa que los huevos
se están enfriando, y si hay algo que detesta es que su comida se arruine. Pero
también sabe que el comensal que llega muy hambriento y luego se pone a
revolver la comida o a diseminarla en el plato como buscando algo, tiene algún
problema. En caso de que ni siquiera mire el contenido del plato o tome los
cubiertos, suele suceder que esté enfrascado en la conversación (en su mayoría
son mujeres) o que sus pensamientos estén muy alejados de allí. Con esta
filosofía que no le viene de los libros, sino de la vida misma, decide abordar
a la joven, así que le hace una seña a su ayudante para que se ocupe de los
siguientes pedidos. Va a interrumpir los pensamientos errabundos con mucho
tacto.
_ ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en
México?
_ No mucho más, doña Teca, no mucho.
_ Miguelito y el señor Walter van
a extrañarte.
Recién en ese momento, Carolina
vuelve como de un sueño, pero no le responde con palabras: sólo la mira. El
lenguaje silencioso no tiene secretos para doña Teca.
_ Pero los amigos de tu pueblo
también deben de extrañarte, ¿no?
Carolina asiente con la cabeza.
Unas lágrimas se asoman a sus ojos pero ella las reprime.
Doña Teca no ha alcanzado una
escolaridad muy avanzada: la vida la había lanzado al mundo del trabajo desde
muy pequeña, pero en lo que se refiere al misterio de las tribulaciones
humanas, muy pocas escapan a su buen sentido. Así, aunque no sabe exactamente
qué madeja de situaciones tiene atrapada a la muchacha, se guía por su instinto
y le pide que la acompañe.
Carolina se deja llevar: pasan por
entre las mesas, llegan a la cocina y siguen hasta un patio. Lo rodea una
edificación con varias arcadas de tipo colonial y sendas puertas altas y
antiguas. Se paran frente a una de ellas y doña Teca, extrayendo una llave del
bolsillo de su delantal, abre.
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