lunes, 3 de octubre de 2016

Por una escalerita al capítulo LXVII


¿Les gustaría imaginarse que están leyendo este capítulo sentados en esta escalerita, aspirando el aroma de esas flores? Quizás, imaginando... 


Capítulo LXVII

Carolina es absorbida por el atardecer de la ciudad al salir del apartamento de Miguel. Está a punto de llamar un taxi, pero se detiene en mitad del movimiento de elevación de su brazo y observa la calzada llena de gente que regresa del trabajo o sale a disfrutar de sus horas libres, y decide fundirse con ella.
Va mirando escaparates: transparentes blusas, vaporosas polleras, sedosos vestidos . . . pero no ve. No ve porque su pensamiento se ha quedado atrapado en la escena que acaba de vivir: su conversación con Miguel.
Años atrás había visto por televisión o en carteles callejeros la imagen del cantante de visita en Argentina. Sabía de estadios llenos de fanáticas que llevaban remeras con su rostro estampado y había oído en una que otra tienda de música algunos de sus temas. ¿Quién hubiera dicho entonces que iba a estar con él, en su mismísimo apartamento, hablando seriamente y que lo iba a dejar triste?
Todos los momentos vividos con él desde la llegada a México habían surgido en la conversación. Mucha intensidad para tanta brevedad. La magia y la belleza de una estrella fugaz. Esas experiencias que se nos cruzan en la vida y no dejan que vuelva a ser la misma nunca más.
Los labios apretados de él, la sonrisa cruzada por una lágrima de ella y muchas frases atropelladas por la urgencia de expresar sentimientos que desbordan.
“Pero . . . ¿estás segura?” era la pregunta que resuena con la masculinidad de la voz de él en sus oídos. “Podríamos ser muy felices: gente nueva e interesante, lugares hermosísimos…”
Cruza la calle y nota la monotonía en los movimientos de los demás peatones, para quienes es una jornada más, en la misma ciudad, en la misma costumbre de regresar, cansados, al hogar. Obnubilados por la rutina, no pueden apreciar el tono rojizo que ha tomado el cielo ni la brisa que acecha en cada bocacalle.
La calidez de un brazo sobre los hombros y la imagen de un beso de despedida: largo, suave, que no da lugar a la culpa, pero estruja el corazón. Y más aún lo horadan las últimas y desesperadas palabras: “Pero yo . . .yo . . . te amo, Carolina”.
La repuesta emocionada, ya desde la puerta: “Lo sé.”
 Tan perdida está su mente, que ha hecho extraviarse también a sus pies. El camino que ha tomado no es el que va a su apartamento: en lugar de eso, está cerca de la empresa. Decide hacer caso a su subconsciente y dejar que la siga orientando, así que en pocos minutos está en el ascensor.
_ ¡Señorita! _ exclama la secretaria, que es la única que se ha quedado trabajando.
_ Ya le dije que me llame Carolina.
Turbada en su interrumpida soledad, la empleada trata de justificarse.
_ Yo estaba ordenando unos papeles porque sé que a los señores _ refiriéndose a Miguel y a Walter _ no les gustan nada los arreglos de último momento . . . y se aproxima la fecha de la gira y . . .
_ No se justifique, es su trabajo. En realidad soy yo la que está sobrando. ¿Le molesta si paso?
_No, no, para nada. Pero lo único que está abierto es el estudio. Si desea ir a otro lugar, le doy la llave, señorita . . . bueno: Carolina.
_ No se preocupe, yo me arreglo sola. Siga con lo suyo como si no estuviera.
Delia la observa, extrañada, mientras comienza a recorrer el pasillo hacia el estudio, pensando qué la traerá a un lugar vacío a esa hora, pero vuelve a su tarea.
Y ahí está Carolina, observando el lugar al que le había dedicado tantas horas. De repente, no lo ve mudo e inmóvil como está en realidad. Su imaginación lo puebla de músicos en medio de los cuales se observa ella misma, mirando atentamente una hoja y escuchando recomendaciones de Jorge Díaz. Se ve sirviendo café y distingue con el rabillo del ojo la mirada siempre atenta de Miguel, una mirada cuya causa ahora interpreta, pero entonces no sospechaba. Carolina sonríe, como quien mira las fotos de un viaje ya realizado y revive en cada imagen una anécdota, descubriendo cosas nuevas cada vez.
Suspira y se dirige al ventanal que es un portal a la ciudad. Ya se han encendido las luces y han aparecido las primeras estrellas. No sabe qué impulso la ha llevado hasta allí, pero se felicita por haberlo seguido. “Todo sería más sencillo si siguiéramos simplemente nuestros instintos”, piensa. Pero su costado reflexivo no se deja vencer tan fácilmente y le advierte: “Pero hay que estar preparado para las consecuencias”.
Las estrellas la llaman otra vez, pero la llaman afuera, al cielo abierto, así que, echando una mirada previsiblemente nostálgica, se va.
Media hora después, un taxi la lleva a una construcción típica, a un conocido sendero rojizo y una voz animada le da la bienvenida:
_ ¡Señorita Carolina! ¿Sola…?
_ ¡Doña Teca! ¿Se acuerda de mi nombre? Con tanta gente que viene por acá . . .
_ ¡Ja, ja, ja! _ ríe la mujer mostrando sus dientes de teclas enceradas de piano_ De los amigos se recuerdan pelos y señales desde el primer día.
_ Muchas gracias por considerarme así.
_ Se nota que eres una criatura adorable, hija _ le dice Teca tomándole cariñosamente la mano entre las suyas.
Es una mujer de poca instrucción escolarizada, pero de vida muy bien vivida, de esa en la que se aprende a leer más eficazmente la mirada que las palabras, así que resuelve no insistir en la falta de compañía.
El local está casi lleno.
_Bueno, como verás, no tengo mucho para ofrecerte, pero de lo que hay, lo que quieras.
_ Por allá _ señala Carolina, ubicando un rincón cerca de una ventana, desde donde se puede observar estratégicamente todo el interior sin perderse el fresco aire del exterior.
Ella misma se explica para no ser descortés con quien la atiende tan cálidamente:
_ Las mujeres podemos pasarla muy bien solas sin necesitar de ellos, ¿verdad?
Teca le sigue el tono desenfadado palmeándola:
_ ¡Por supuesto, mi amor, por supuesto! Y si no, mírame a mí, que en tantos años de viudez no he necesitado quien me rasque la espalda. Me he bastado sola para criar a mi hija y salir adelante con el negocio sin necesidad de hombre.
_ Y lo guapa que se la ve!
La acompaña a la mesa y, una vez ubicada, sigue la conversación:
_ En cambio “ellos” . . . No está frío el cadáver de la pobre mujer cuando ya meten otra doña en la casa. No saben arreglarse solos, para nada.
Carolina ríe en una tácita complicidad.
_ ¿Y qué vas a querer? ¿Algo para cenar o simplemente para beber?
_ Unos huevos rancheros.
_ ¿Huevos rancheros? ¿A esta hora? ¡Pues aquí eso se desayuna!
_ Ya lo sé, doña Teca, pero no sé por qué se me antojan ahora. A lo mejor porque no sé cuándo voy a comerlos de nuevo.
_ ¿Qué dices, hija?
_ Nada, no me haga caso _ le contesta la muchacha, que no tiene ganas de hacer confesiones.
_ Pues . . . está bien: darle al estómago lo que pide sin importar la hora. Así he hecho yo. Y eso que muchos me decían que me iba a enfermar de qué sé yo cuántas cosas. Y esa moda de las cosas “lái”, que no me gustan nada. Y aquí me ves: fuerte como un toro. ¡Ja, ja, ja!
Carolina la mira partir: ese cuerpo desproporcionado de caderas prominentes va de un lado a otro a fuerza de dejar caer semejante peso alternativamente en una pierna y luego en la otra. Quizás el fruto de haber trabajado mucho en la vida,  y también de haberse dado unos cuantos gustos sencillos pero abundantes.
Luego echa un vistazo al lugar, animado y familiar, con el olor que surge de la mezcla del cigarrillo y la comida. Cuando la hija de Teca le ha servido el pedido, Carolina desvía la mirada al verdor del jardín, perdiendo nuevamente el pensamiento.
Doña Teca observa que los huevos se están enfriando, y si hay algo que detesta es que su comida se arruine. Pero también sabe que el comensal que llega muy hambriento y luego se pone a revolver la comida o a diseminarla en el plato como buscando algo, tiene algún problema. En caso de que ni siquiera mire el contenido del plato o tome los cubiertos, suele suceder que esté enfrascado en la conversación (en su mayoría son mujeres) o que sus pensamientos estén muy alejados de allí. Con esta filosofía que no le viene de los libros, sino de la vida misma, decide abordar a la joven, así que le hace una seña a su ayudante para que se ocupe de los siguientes pedidos. Va a interrumpir los pensamientos errabundos con mucho tacto.
_ ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en México?
_ No mucho más, doña Teca, no mucho.
_ Miguelito y el señor Walter van a extrañarte.
Recién en ese momento, Carolina vuelve como de un sueño, pero no le responde con palabras: sólo la mira. El lenguaje silencioso no tiene secretos para doña Teca.
_ Pero los amigos de tu pueblo también deben de extrañarte, ¿no?
Carolina asiente con la cabeza. Unas lágrimas se asoman a sus ojos pero ella las reprime.
Doña Teca no ha alcanzado una escolaridad muy avanzada: la vida la había lanzado al mundo del trabajo desde muy pequeña, pero en lo que se refiere al misterio de las tribulaciones humanas, muy pocas escapan a su buen sentido. Así, aunque no sabe exactamente qué madeja de situaciones tiene atrapada a la muchacha, se guía por su instinto y le pide que la acompañe.
Carolina se deja llevar: pasan por entre las mesas, llegan a la cocina y siguen hasta un patio. Lo rodea una edificación con varias arcadas de tipo colonial y sendas puertas altas y antiguas. Se paran frente a una de ellas y doña Teca, extrayendo una llave del bolsillo de su delantal, abre.








No hay comentarios:

Publicar un comentario