martes, 4 de octubre de 2016

En el día de San Francisco de Asís, patrono de la ecología, entramos al capítulo LXVIII


  Me imagino al "Poberello de Asís" observando esta avecilla y alabando a Dios por haberla creado.Su "hermano pájaro" mientras se va escondiendo el "hermano sol". Aún los que no creen en Dios: ¿no sentirán paz al observar estas criaturas frágiles, o ese cielo que recibe y despide astros, todos los días?


Capítulo LXVIII

Entran a un dormitorio de muebles antiguos de roble. A la cabecera de la cama, como a la vieja usanza, el cuadro de casamiento.
_ Como verás _ dice doña Teca anticipándose al juicio de la chica _ todo viejo. Y no es que no haya tenido oportunidad de cambiarlo. No teníamos clientes ricos: más que nada, músicos y poetas muertos de hambre, pero así y todo, gracias a la Virgencita de Guadalupe, una vez que el negocio se estableció, no nos faltó nada. Claro que mi viejo y yo fuimos siempre de gustos muy sencillos. Es que estas paredes y estos muebles eran como nosotros: viejos, pero fuertes. Deshacernos de ellos hubiera sido como desprenderse de los amigos que nos han acompañado en las malas. Como decirles: “Ahora ya no te necesito, ya cumpliste tu función”. Y una vez que quedé sola, todos me decían “¡Pero Teca, ahora hay cosas mucho más modernas, más funcionales! ¿A qué quieres tú esa cama enorme que sólo molesta para limpiar?” Y ahí fui yo, a ver cosas “modernas”: colores alegres, materiales nuevos en unas decoraciones rarísimas. Cuando volvía, miraba estos viejos trastes y por cada uno recordaba una anécdota. Hasta que una mañana, limpiando el espejo vi mi cara reflejada y me quedé mirando cada arruga bien ganada y pensé: “Este cuarto es como tu historia, Teca: sin lujos, pero con mucho camino andado. ¡Al diablo con lo que digan los demás! ¿Desde cuándo te interesa?“
Mientras dice esto, revuelve un cajón de la cómoda. Se le interponen tules amarillentos y encajes que podrían contar historias de noches alegres. Finalmente, saca lo que quiere: un cuadro con el vidrio rajado. Es el retrato en blanco (aproximándose al amarillo) y negro donde una bella joven morena sonríe. La piel tersa también es morena, pero no del todo oscura. La sonrisa no sólo está en la boca: ilumina todo su rostro. Ríe también con los ojos y en su mirada destellan los rasgos de su carácter. Es un desafío al futuro, al mundo, a la vida misma.
Esos destellos, ese entusiasmo vital . . . Carolina sabe que los ha visto en alguien más. Cuando  se vuelve hacia Teca y escucha  su pregunta.
_ ¿A que no adivinas quién es?
Carolina no articula palabra, pero mira a la mujer y toma el objeto que esta le tiende con una sonrisa.
_ Guapa, ¿eh?
_ Bellísima _ rectifica  la chica mientras Teca ríe.
 _ Allí no se alcanza a apreciar, pero . . . ¡si hubieras visto qué cuerpo, hija! ¡Una sílfis!_ Carolina sobrentiende que es una referencia a las “sílfides”, en un arranque mitológico de doña T      eca que lo habrá oído quién sabe dónde y, pareciéndole acertado para describir las proporciones de su figura, lo adoptó sin preocuparse mucho por su origen ni su correcto vocabulario _ Hasta que  los tacos y las tortillas comenzaron a notarse _ explica señalando su  prominente porte actual.
Como imagina que la muchacha se estará preguntando el porqué de esta excursión en el túnel del tiempo, la mujer no demora más su historia:
_ No había cumplido aún los veinte años, cuando mi madre me llevó para que me tomaran esta fotografía. El fotógrafo, antiguo amigo de mi padre, solía trabajar con modelos. Así tomó contacto con un norteamericano que trabajaba en Los Ángeles. El hombre andaba en busca de caras nuevas y  quiso ver las imágenes captadas. Entre ellas, estaba la mía. Así fue como el fotógrafo me buscó, y el gringo quiso verme. Me hizo tomar otras fotos, según las indicaciones que me daba. Pasaron tres semanas y yo ya me había olvidado de esto casi cuando conocí al que sería mi marido.
_ ¿Y? _ pregunta, ansiosa Carolina, como siguiendo el argumento de una telenovela.
_ Entonces reapareció el yanqui con toda una propuesta: que si me iba con él posaría para fotonovelas y haría una carrera, y quizás hasta lograría actuar en “jóligu”.
No necesita que Carolina la espolee con preguntas, porque la expresión en su rostro es una tácita invitación a continuar.
_ Mi madre puso el grito en el cielo. En esa época, una señorita decente, marcharse lejos con un hombre, a correr Dios sabe qué suertes . . .
_ Y eso la detuvo.
_ No, hija, no. Yo era muy independiente para la época, y el trabajo temprano me había madurado antes que a las demás jóvenes. Era obediente, quizás para no darle dolores de cabeza a una madre viuda con muchos hijos que criar pero ya no tomaba la palabra de los mayores como salidas de los Evangelios.
Por lo que conocía de Teca, Carolina ya vislumbra el final de la historia, pero lo que la intriga es el cómo de ese desenlace.
_ ¿Pero . . . entonces . . . ?
_ No  fue el miedo  lo que se interpuso. Fue el amor.
_ ¿El amor?
_ Sí _ se vuelve al cuadro de casamiento cuando continúa con la explicación _ Ya me habían flechado, y no podía . . . no pude alejarme de México nunca más.
Carolina se emociona, pero no puede reprimir una pregunta más racional que romántica.
_ ¿Y nunca . . .?
_ ¿Si nunca me arrepentí? No, nunca. A veces, no puedo negártelo, mientras fregaba ollas grasosas o ayudaba a mi marido a construir este lugar, me preguntaba qué hubiese sido de mí si . . . Tal vez joyas hermosas sobre una piel lisa en lugar de estas manos callosas. Pero a la noche, tomando con mi esposo joven y apuesto una cerveza en este patio bañado por la luna, o protegida con sus brazos de una ráfaga de frío . . . ahí comprendía que este era mi lugar.
     Por alguna razón, más allá de la diferencia de origen, de época, de cultura y de edad, ambas sabían que esa anécdota las unía en algún punto.
    El café se va vaciando pero la luz del dormitorio sigue encendida hasta muy tarde. Confidencia va, confidencia viene, brotan risas y palabras que llegan al patio casi hasta la medianoche.



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