Me imagino al "Poberello de Asís" observando esta avecilla y alabando a Dios por haberla creado.Su "hermano pájaro" mientras se va escondiendo el "hermano sol". Aún los que no creen en Dios: ¿no sentirán paz al observar estas criaturas frágiles, o ese cielo que recibe y despide astros, todos los días?
Capítulo LXVIII
Entran a un dormitorio de muebles
antiguos de roble. A la cabecera de la cama, como a la vieja usanza, el cuadro
de casamiento.
_ Como verás _ dice doña Teca
anticipándose al juicio de la chica _ todo viejo. Y no es que no haya tenido
oportunidad de cambiarlo. No teníamos clientes ricos: más que nada, músicos y
poetas muertos de hambre, pero así y todo, gracias a la Virgencita de
Guadalupe, una vez que el negocio se estableció, no nos faltó nada. Claro que
mi viejo y yo fuimos siempre de gustos muy sencillos. Es que estas paredes y
estos muebles eran como nosotros: viejos, pero fuertes. Deshacernos de ellos
hubiera sido como desprenderse de los amigos que nos han acompañado en las
malas. Como decirles: “Ahora ya no te necesito, ya cumpliste tu función”. Y una
vez que quedé sola, todos me decían “¡Pero Teca, ahora hay cosas mucho más
modernas, más funcionales! ¿A qué quieres tú esa cama enorme que sólo molesta
para limpiar?” Y ahí fui yo, a ver cosas “modernas”: colores alegres,
materiales nuevos en unas decoraciones rarísimas. Cuando volvía, miraba estos
viejos trastes y por cada uno recordaba una anécdota. Hasta que una mañana,
limpiando el espejo vi mi cara reflejada y me quedé mirando cada arruga bien
ganada y pensé: “Este cuarto es como tu historia, Teca: sin lujos, pero con
mucho camino andado. ¡Al diablo con lo que digan los demás! ¿Desde cuándo te
interesa?“
Mientras dice esto, revuelve un
cajón de la cómoda. Se le interponen tules amarillentos y encajes que podrían
contar historias de noches alegres. Finalmente, saca lo que quiere: un cuadro
con el vidrio rajado. Es el retrato en blanco (aproximándose al amarillo) y
negro donde una bella joven morena sonríe. La piel tersa también es morena,
pero no del todo oscura. La sonrisa no sólo está en la boca: ilumina todo su
rostro. Ríe también con los ojos y en su mirada destellan los rasgos de su
carácter. Es un desafío al futuro, al mundo, a la vida misma.
Esos destellos, ese entusiasmo
vital . . . Carolina sabe que los ha visto en alguien más. Cuando se vuelve hacia Teca y escucha su pregunta.
_ ¿A que no adivinas quién es?
Carolina no articula palabra, pero
mira a la mujer y toma el objeto que esta le tiende con una sonrisa.
_ Guapa, ¿eh?
_ Bellísima _ rectifica la chica mientras Teca ríe.
_ Allí no se alcanza a apreciar, pero . . .
¡si hubieras visto qué cuerpo, hija! ¡Una sílfis!_ Carolina sobrentiende que es
una referencia a las “sílfides”, en un arranque mitológico de doña T eca que lo habrá oído quién sabe dónde y,
pareciéndole acertado para describir las proporciones de su figura, lo adoptó
sin preocuparse mucho por su origen ni su correcto vocabulario _ Hasta que los tacos y las tortillas comenzaron a
notarse _ explica señalando su
prominente porte actual.
Como imagina que la muchacha se
estará preguntando el porqué de esta excursión en el túnel del tiempo, la mujer
no demora más su historia:
_ No había cumplido aún los veinte
años, cuando mi madre me llevó para que me tomaran esta fotografía. El
fotógrafo, antiguo amigo de mi padre, solía trabajar con modelos. Así tomó
contacto con un norteamericano que trabajaba en Los Ángeles. El hombre andaba
en busca de caras nuevas y quiso ver las
imágenes captadas. Entre ellas, estaba la mía. Así fue como el fotógrafo me
buscó, y el gringo quiso verme. Me hizo tomar otras fotos, según las indicaciones
que me daba. Pasaron tres semanas y yo ya me había olvidado de esto casi cuando
conocí al que sería mi marido.
_ ¿Y? _ pregunta, ansiosa
Carolina, como siguiendo el argumento de una telenovela.
_ Entonces reapareció el yanqui
con toda una propuesta: que si me iba con él posaría para fotonovelas y haría
una carrera, y quizás hasta lograría actuar en “jóligu”.
No necesita que Carolina la
espolee con preguntas, porque la expresión en su rostro es una tácita
invitación a continuar.
_ Mi madre puso el grito en el
cielo. En esa época, una señorita decente, marcharse lejos con un hombre, a
correr Dios sabe qué suertes . . .
_ Y eso la detuvo.
_ No, hija, no. Yo era muy
independiente para la época, y el trabajo temprano me había madurado antes que
a las demás jóvenes. Era obediente, quizás para no darle dolores de cabeza a
una madre viuda con muchos hijos que criar pero ya no tomaba la palabra de los
mayores como salidas de los Evangelios.
Por lo que conocía de Teca,
Carolina ya vislumbra el final de la historia, pero lo que la intriga es el
cómo de ese desenlace.
_ ¿Pero . . . entonces . . . ?
_ No fue el miedo
lo que se interpuso. Fue el amor.
_ ¿El amor?
_ Sí _ se vuelve al cuadro de
casamiento cuando continúa con la explicación _ Ya me habían flechado, y no
podía . . . no pude alejarme de México nunca más.
Carolina se emociona, pero no
puede reprimir una pregunta más racional que romántica.
_ ¿Y nunca . . .?
_ ¿Si nunca me arrepentí? No, nunca. A veces, no puedo negártelo,
mientras fregaba ollas grasosas o ayudaba a mi marido a construir este lugar,
me preguntaba qué hubiese sido de mí si . . . Tal vez joyas hermosas sobre una
piel lisa en lugar de estas manos callosas. Pero a la noche, tomando con mi
esposo joven y apuesto una cerveza en este patio bañado por la luna, o
protegida con sus brazos de una ráfaga de frío . . . ahí comprendía que este
era mi lugar.
Por alguna razón, más allá de
la diferencia de origen, de época, de cultura y de edad, ambas sabían que esa
anécdota las unía en algún punto.
El café se va vaciando pero la luz del
dormitorio sigue encendida hasta muy tarde. Confidencia va, confidencia viene,
brotan risas y palabras que llegan al patio casi hasta la medianoche.
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